1 nov 11

imprimir
«Atrapada en un cuerpo muerto»
por Carlos Rey

Charles Griffith de Miami, Florida, necesitó bastante tiempo para tomar su decisión. Pero la tomó. Fue una decisión bien pensada, bien estudiada y bien razonada. Cuando la tomó, su voluntad ya estaba comprometida. Nada ni nadie le impediría hacer lo que había decidido.

Así que Charles Griffith tomó una pistola, se acercó a la camita donde dormía su hijita de tres años, y le disparó dos tiros. La niña llevaba nueve meses en irreversible estado de coma debido a un accidente automovilístico que había sufrido.

El padre explicó en tono melancólico: «Mi hijita estaba atrapada en un cuerpo muerto, y yo la liberé.»

En cierto sentido, un sentido sin duda trágico, aquel hombre tenía razón. Su hijita, esa hijita adorable que había sido su encanto y mayor felicidad durante tres años, había estado atrapada en un cuerpo muerto. Un fatal accidente de tránsito le había dañado totalmente el cerebro el 23 de octubre de 1984. El estado comatoso de la niña era irreversible. Jamás saldría de ese estado de semimuerte en que se encontraba. Su alma, esa alma de niña vivaz y alegre que había sido, había quedado encarcelada en un cuerpo físico irremediablemente estropeado. Morir era una liberación.

En el sentido de liberar el alma de su hijita para que se fuera al cielo, la tremenda decísión de Charles Griffith estaba bien pensada. ¿Para qué seguir reteniéndola sin razón alguna en un cuerpo inservible? Liberarla era lo mejor.

Sin embargo, el acto de la muerte, la decisión de separar definitivamente el alma de su cuerpo, es una decisión que le compete a Dios y no a los hombres. Por mucho que nos duela, nos confunda y nos deje perplejos, la muerte de un ser humano sólo debe determinarla Dios.

Bien lo dijo el poeta español Gabriel y Galán al expresar «que todos estamos sujetos de la vida a la cadena, y nadie romperla debe, que a Dios le toca romperla». En la actualidad el aborto y la eutanasia se levantan como dos formidables problemas morales. ¿Cómo resolverlos?

En esto, como en todos los demás problemas del alma y del espíritu, de la voluntad y de la conciencia, debemos volvernos a Dios y buscar la respuesta en su Hijo Jesucristo y en su Palabra. La vida ha llegado a ser muy compleja: ése es nuestro dilema. Pero la solución sigue siendo tan sencilla como siempre: está en Cristo, que tomó la decisión de salvarnos al morir en nuestro lugar y así liberarnos de la esclavitud y la muerte del pecado.