17 ene 17

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de nuestro puño y letra
Dos travesías singulares
por Carlos Rey

A los ocho años de su naufragio en la isla del Mal Hado, a Álvar Núñez Cabeza de Vaca lo trasladaron de Culiacán a Compostela para comparecer ante el virrey en México. Los jerarcas españoles habían querido convertir en esclavos a los indios que lo seguían, y usar el prestigio y la influencia de Cabeza de Vaca para pacificar a los pueblos indígenas de aquella región. Como él se les opuso enérgicamente, lo acusaron de hechicero. Pero eso no lo acobardó. Antes bien, allí en México Cabeza de Vaca siguió defendiendo la causa de los indios hasta su regreso a España diez años después de haber emprendido su aventura en América.

Todo había comenzado el 17 de junio de 1527, fecha en que partieron de Andalucía seiscientos hombres bajo el mando de Pánfilo de Narváez. De éstos, unos cuantos abandonaron la expedición; a muchos se los tragó la mar; otros murieron de hambre o de frío, y algunos más a manos de los indios; pero sólo cuatro —Cabeza de Vaca, que había sido el tesorero y alguacil de la expedición, y tres compañeros más— sobrevivieron la dura travesía a pie por el continente norteamericano desde la costa del Atlántico en la Florida hasta la del Pacífico en Sonora y Sinaloa. Si no hubiera sido por los indios y la providencia divina, no habrían podido soportar las privaciones a las que estuvieron expuestos. A Cabeza de Vaca lo creyeron médico, y él les correspondió resucitando a más de un muerto y sanando a muchos enfermos soplando en el lugar donde les dolía. A su paso los indios se agolpaban para que los tocara en la cabeza o en las manos, y los preservara así de sus enfermedades. Cobraron tanta fama aquellos milagreros españoles que las multitudes salían a recibirlos a la entrada de los pueblos y los despedían a la salida con danzas y festejos. Pero cuando llegaron a la región de Sinaloa, aparecieron las primeras huellas de sus coterráneos. Junto a ellas hallaron hebillas, clavos para herraduras, estacas para atar caballos, cultivos abandonados e indios que huían al monte por el miedo que les infundían los conquistadores.

—Estamos cerca —anunció Cabeza de Vaca—. Después de tanto caminar, estamos cerca de nuestra gente.

—Ellos no son como ustedes —respondieron los indios—. Ustedes vienen de donde sale el sol y ellos de donde el sol se pone. Ustedes sanan a los enfermos y ellos matan a los sanos. Ustedes andan desnudos y descalzos. Ustedes no codician nada.1

Ya casi terminada la travesía de Jesucristo por la tierra de Israel, ¿no serían palabras como ésas las que pudieran haberle expresado sus discípulos —que eran hombres sencillos, como los indígenas de América— comparándolo con los jefes judíos? Más vale que tomemos el antídoto que recetó Cristo contra esa enfermedad espiritual y mortal de la que padecían aquellos jerarcas judíos y españoles. Amémonos los unos a los otros, así como Él nos amó a nosotros, pues sólo de ese modo se sabrá que somos sus discípulos.2


1 Nélida Galván Macías, Leyendas mexicanas (México: Selector, 1996), pp. 109-13; Eduardo Galeano, Memoria del fuego I: Los nacimientos, 18a ed. (Madrid: Siglo XXI Editores, 1991), pp. 113-14.
2 Jn 13:34,35