El joven, de veintidós años de edad, subió a un auto robado, un Chevrolet de ocho cilindros, que encontró en Coalinga, California. Lo puso en marcha y se lanzó hacia el sur, a 160 kilómetros por hora, por la carretera interestatal número 5. Cuando menos pensó, se le acabó el combustible. Así que se bajó del Chevrolet y se robó un Ford, siguiendo siempre rumbo al sur, y siempre a 160 kilómetros por hora.
A estas alturas la policía estatal se dio cuenta del robo y comenzó a perseguir al joven, que otra vez quedó sin combustible. Rápidamente se subió a un Volkswagen que encontró en el camino, y siguió su loca carrera.
Por conducto de su red de comunicación, la policía se dio cuenta de que se trataba de Miguel Stroh. Y Miguel no sólo era ladrón: había matado a un hombre en Coalinga. En eso, otros radiopatrullas se unieron a la cacería.
A la altura de la ciudad de Anaheim, al sur de Los Ángeles, se le acabó el combustible a Miguel por tercera vez, y esta vez los policías lo alcanzaron. Al fugitivo, que no había dejado de disparar sus armas, lo mataron de un solo tiro. La carrera había por fin terminado, después de ocho horas de fuga.
La verdad es que todo para Miguel había llegado a su fin: el combustible de los autos, las balas de sus cuatro armas, su carrera delictiva y sus días juveniles. Hijo de granjeros, pudo haber hecho la vida tranquila de las faenas agrícolas. Pero prefirió el ritmo loco de las ciudades y la velocidad de los autos deportivos. Y lo peor de todo, escogió la droga y el narcotráfico antes que el trabajo honesto del campo. Apenas con veintidós años de edad, llegó al fin de todo: el combustible, las balas de sus armas, la fuga desesperada y su propia vida.
Así, o en forma semejante, terminan sus días los que beben con afán el jugo de la vida. La existencia apresurada, la lucha loca, la carrera sin sentido, le pertenecen al que no tiene propósito en la vida. En cambio, cuando se sabe qué es lo que se quiere, cuando hay metas sanas que son para el bien de la familia humana, cuando se piensa en formación, en responsabilidad y en armonía espiritual, la vida entonces procede con calma, cordura y madurez.
¿Cómo puede hallársele razón a la vida? Hallando al Autor de la vida. Y ¿cómo se halla al Autor de la vida? Pidiéndole con sinceridad, en humilde oración, que entre a nuestro corazón. Esa sincera oración puede cambiar radicalmente el rumbo de nuestra vida. Cristo, el autor y consumador de nuestra fe, sólo espera que acudamos a Él. Él está ahora mismo a la puerta de nuestro corazón. Démosle entrada. Él sólo nos traerá bien.