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Era la primera vez que Simón Maack, vendedor suizo de treinta y siete años, iba a hacerlo, y sentía cierto temor y tensión. Para Sheila, una agraciada suiza de treinta y cuatro años, también iba a ser la primera vez, y tenía aprensión y miedo. Ambos, Simón y Sheila, se encontraron en la misma habitación de un hotel en Zurich. Él había contratado por teléfono a una prostituta. Ella se iniciaba ese día en el oficio, impulsada por la necesidad. Lo extraordinario del caso es que Simón y Sheila unos años atrás habían sido marido y mujer. Esta es una historia como de película o telenovela. Simón y Sheila, después de haber estado casados catorce años, se separaron. Tenían dos hijas mellizas de doce años. Luego de la separación vivieron, cerca de un año, andando cada uno por su lado. Ambos sufrían de soledad, y Sheila, además, de apuros económicos. El encuentro en la habitación del hotel fue impresionante. Cada uno quería acusar al otro. Pero ninguno pudo. Los dos iban a cometer la misma falta. Y aunque ambos reconocieron su error, no llegaron a reconciliarse. Pero sí aprendieron una lección: la infidelidad conyugal no deja buenos resultados. Muchos piensan que la traición entre las parejas es algo tan común que no vale la pena ni considerar que es mala. Hasta tratan de justificarla diciendo que contribuye a la solidez del matrimonio, siendo que es todo lo contrario. La Palabra de Dios dice: «¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!» (Isaías 5:20) La infidelidad conyugal menoscaba el matrimonio, ataca a la familia y hunde a la sociedad. Nunca hay justificación para la infidelidad en una sociedad con sanos principios cristianos. Sólo Jesucristo consolida el matrimonio al cimentar la moral del esposo y de la esposa. Sólo Cristo, obrando por su Espíritu, le devuelve al matrimonio su integridad, a la familia su santidad, y a la sociedad su alto nivel moral. |