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Era una medusa gigante. Una medusa ponzoñosa, salida del fondo azul del Mediterráneo. Una medusa de redonda cabeza transparente y largos tentáculos ondulantes. Bella, bellísima, pero cargada de veneno. Y Maurice Tisson recogió el animal en las aguas de Niza, Francia. Con la medusa en un balde, se fue al hotel donde se hospedaba con su esposa Claudette. Y sobre la esposa dormida, derramó agua y medusa a la vez. «¡Tú eres tan terrible como la Medusa griega! -le gritó el hombre-. ¡Ojalá que esta medusa te mate!» Ese fue el final de un matrimonio que no se llevaba bien. Según el marido, Claudette era como la Medusa de la mitología, aquella cuyos cabellos, o tentáculos, eran serpientes y que convertía en piedra todo lo que miraba. No conocemos mucho de la historia de este joven matrimonio francés; pero no debe de ser muy diferente de la de muchos otros matrimonios jóvenes. Se casan al parecer enamorados, pero pasado el fuego de la primera pasión, y acabada la dulzura de la luna de miel, comienzan las desavenencias, y el amor sale volando por la ventana. La esposa no es ya la joven encantadora que se llevó al altar, y el esposo no es el hombre romántico y galante que hacía votos de fidelidad eterna. Ella se convierte en una medusa, y él en el dragón de la mitología griega. El matrimonio que navegó unas semanas en el tranquilo lago de la armonía, ahora naufraga en el mar tempestuoso del odio. ¿Cómo podemos salvar al joven matrimonio que naufraga? ¿Cómo lograr que la medusa sea otra vez un ángel, y el dragón un arcángel? Se logra introduciendo en la vida de ambos cónyuges un elemento que faltó desde el principio. Ese elemento es el espíritu de Cristo. No hay otro poder que pueda poner paz y armonía en cualquier matrimonio que se lleve mal. Llevemos hoy mismo a Cristo a nuestro hogar. Desde el momento en que Él entra, todo cambia para bien. |