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Durante treinta años los muertos habían sido su vida. Recogerlos, llevarlos al embalsamador, prepararles el ataúd, el coche fúnebre y las flores, era el negocio de John Fraser, de Inverness, Escocia, rico empresario de pompas fúnebres. Un día encontró una nota de su esposa: «Siempre fuiste un marido frío, como tus muertos. Todo ha terminado entre los dos. Te dejo para seguir mi propia vida.» Ante semejante golpe emocional, John Fraser se pegó un tiro. Es muy triste cuando entre cónyuges se lanza la frase: «Todo ha muerto entre los dos. Ya nada tenemos en común.» Es lamentable porque todo matrimonio, bien constituido y bien conservado, debiera enriquecerse a medida que pasa el tiempo con felicidad, comprensión, compañerismo y unidad. Nunca debiera decirse: «Todo ha muerto entre los dos.» Mejor decir: «Todo está más vivo que nunca. Hoy, más que antes, disfrutamos de amor, pasión, momentos juntos y conversación.» El amor es esencialmente comunión. Dos personas que se aman de veras, llegan a identificarse a tal grado la una con la otra, que llegan a ser prácticamente «una sola carne, un solo ser, una sola alma», tal y como lo describe Dios en la Biblia. El problema de muchos matrimonios es que no saben reconstruir los puentes rotos. Cada uno se encierra en sus propios sentimientos, en lo que cree que es su razón y en alimentar sus rencores, en vez de hablar con franqueza y oír a la otra parte. Al extinguirse la comunicación, poco a poco todo se muere en la pareja, y a la larga tienen que reconocer, con pena, que han dejado morir una felicidad legítima que les pertenecía y que pudieron tener. La rosa más fragante, sin agua, se marchita; el amor más apasionado, sin comunicación, deja de existir. ¿Cómo reconstruir el puente roto? Restableciendo la comunicación. Muchos cónyuges con desavenencias han llegado por caminos separados a aceptar a Cristo como Señor, y en Cristo se han reconciliado el uno con el otro. Esa solución puede aprovecharla todo matrimonio. |