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Uno de los vehículos, un autobús, iba lleno. Sesenta y dos pasajeros ocupaban sus asientos. Casi todos eran jovencitos y jovencitas de catorce a dieciséis años. El otro vehículo, una camioneta, lo ocupaba un solo hombre, su conductor Larry Mahoney, de treinta y cuatro años de edad. Iban por una carretera del estado de Kentucky, Estados Unidos. Los jovencitos del autobús regresaban a sus casas después de un paseo de su iglesia. Iban riendo, hablando, cantando y disfrutando del viaje. El conductor de la camioneta volvía de una fiesta también. Pero una fiesta de bebidas alcohólicas. Una fiesta solitaria de licor en un bar del camino. El choque, por el estado de embriaguez de Mahoney y la imprudencia que eso producía, fue inevitable. Veintisiete de los jóvenes murieron al instante, y el autobús se incendió. Los que no murieron sufrieron golpes y quemaduras. He aquí otra tragedia automovilística. Esta fue más sensible y dolorosa porque todos los jóvenes muertos, más otros treinta y dos que quedaron gravemente heridos, eran jóvenes de una iglesia que habían pasado un día de fiesta, y volvían a sus casas. El conductor del camión era uno de los tantos individuos que no resisten la tentación del licor, y manejaba borracho. ¿Qué se puede hacer en estos casos, que ocurren a diario y en todas partes del mundo? ¿Quitarle la licencia de manejar al que maneja borracho? En algunos lugares se ha hecho, pero los que quieren siguen manejando sin licencia. ¿Meter en la cárcel por veinte años al que mata personas que se encuentra en el camino? Mientras encierran a uno, otros mil siguen matando. Eso tampoco ha resuelto el problema. ¿Cerrar todas las cantinas y bares del mundo para que nadie pueda, legalmente, comprar alcohol? Se seguiría vendiendo licor de manera clandestina. ¿Inventar algo que, midiendo el alcohol en la respiración, impida electrónicamente el arranque del vehículo? Esa invención ya existe, y el clamor del público es que va contra los derechos humanos. Hay una solución que ha librado a millones de personas que han sido víctimas del alcohol. En su aflicción, ellas han levantado su corazón y su voz a Cristo, pidiendo ayuda divina, y han sido liberadas para siempre de esa maldita esclavitud. Podemos acudir al divino Salvador. Él puede ser nuestro libertador. Entreguemos nuestro vicio. Él nos dará una vida nueva. |