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Su estilo de vida era su pasión; su ropa, su encanto; su peinado, su deleite diario; y el color de su pelo, su mayor orgullo. Paula Peterson, de Bielefeld, Alemania, era una muchacha de las modernas por los cuatro costados. Un día, con su estilo de vida, su ropa, su peinado, y el color verde pasto de su pelo, se fue al zoológico de la ciudad. Estaba alimentando a los monos cuando un camello en una jaula contigua, confundiendo su pelo verde con alfalfa, le dio un feroz mordisco. La joven perdió no sólo el pelo sino todo el cuero cabelludo. Algunos pensaron que su desgracia se debió al castigo divino. Dijeron que ella se rebeló contra sus padres y siguió la tendencia de los jóvenes punk. Adoptó un estilo de vida contrario a todas las normas cristianas de la familia. Se tiñó de verde el pelo para hacer enojar a su madre, y eso fue precisamente lo que atrajo el horrible mordisco del camello. No siempre que nos pasa algo adverso es castigo de Dios, cuando menos, no en forma directa. Lo que ocurre es que el vicio en sí, la exageración, la rebeldía misma, se convierte en nuestro castigo. Los males que nos ocurren son el producto de nuestras propias acciones. Se podría decir, quizá, que esto es castigo de Dios, y sí lo es, pero a través de sus leyes. Cada uno cosecha lo que siembra. La Sagrada Biblia da un ejemplo de esto. Absalón, hijo del rey David, tenía una magnífica cabellera que era su encanto. Esa cabellera flotante, evidencia externa de su vanidad, se le enredó un día en las ramas de un árbol cuando iba huyendo de sus enemigos. Allí indefenso, colgado del pelo entre cielo y tierra, le clavaron tres dardos en el corazón. ¿Fue castigo divino? Sí, pero Dios no tuvo que intervenir directamente en el asunto. La ley divina de la cosecha se encargó de eso. ¿Será posible que nosotros estemos sembrando alguna semilla que en el día de mañana resulte nuestro castigo? Dios no se solaza en castigar, pero la violación contumaz misma de las eternas leyes de Dios trae de por sí su propio castigo. Es obedeciendo las leyes morales de Dios y sometiéndonos a su santa voluntad que nos vemos libres de las calamidades que produce la rebeldía. Hagamos de Cristo el Señor de nuestra vida. Sólo en Él hallaremos la dicha y la satisfacción que buscamos. |