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Jeanine Hochepied y su esposo Jacques, de París, Francia, lo tenían todo. Llevaban ya treinta y seis años de casados, y treinta y seis años son más que suficientes para cimentar el matrimonio, edificándolo con una base sólida y resistente. Pero había una falla. ¿Qué era? Humo. Era el humo de los treinta cigarrillos que Jacques, el marido, se fumaba diariamente. No pudiendo aguantar más, Jeanine por fin pidió el divorcio. El juez, después de escuchar causas y razones, se lo concedió. «Se hizo humo todo lo que Jacques tenía en la vida —comentó el juez—: su salud, su dinero, su fama y su matrimonio.» Hay muchas formas de destruir un matrimonio. Una mujer de Inglaterra se divorció porque su esposo silbaba continuamente la misma melodía cargante y aburrida. Una de Estados Unidos se divorció porque, según ella, era alérgica al marido. Otra de Canadá, porque el esposo compraba peces vivos y los soltaba en la bañera para darse el gusto de pescarlos. Motivos fútiles para divorciarse hay muchos. «Nos cansamos de jugar a estar casados.» «A él le gusta la música clásica y a mí no.» De ahí que la institución que debiera ser la más sólida de todas, sólida como el granito y eterna como las estrellas, se disuelva y se desmorone por razones que sólo son excusas. Hay ciertamente motivos muy serios que obligan a veces a terminar en divorcio un matrimonio: el adulterio contumaz, la práctica del incesto, y la crueldad y el maltrato. Todo esto estira la cuerda del matrimonio al punto de producir una tensión intolerable. El Señor Jesucristo y el apóstol Pablo sólo dieron a conocer dos causas de divorcio: el adulterio y la absoluta incompatibilidad religiosa. Pero si bien se dan dos razones para el divorcio, hay muchas razones más para permanecer juntos. Comencemos con el mandamiento de Dios: « Por eso el hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos se funden en un solo ser » (Génesis 2:24). Dios nunca tuvo la intención de que el matrimonio —ningún matrimonio— se disolviera. Esa es la disolución más grande de toda la vida. Con ella se descomponen el esposo, la esposa, los hijos, los nietos, los familiares, los amigos y toda una sociedad. No hay matrimonio que tenga que terminar en divorcio. Si ambos cónyuges hacen de Cristo el Señor de su vida conyugal, con eso salvarán su hogar y rescatarán toda una institución. |