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Era un collar de mujer y, así como todos los collares femeninos, servía de adorno para lucirlo en las fiestas. Tenía varias cuentas y muchas vueltas, y era el orgullo de Ina Jen, juez de Malasia. Pero no era un collar de perlas finas. Ese collar, motivo de orgullo de la juez, estaba hecho de dientes humanos. Cada vez que la juez mandaba a un narcotraficante a la horca, pedía a los médicos forenses que le sacaran dientes, para agregárselos a su collar. En tiempos pasados los caníbales se hacían collares de los dientes de sus enemigos vencidos. Así mismo los cazadores de tigres de Bengala se han hecho collares con los colmillos de los felinos, y en casi todos los pueblos indígenas de nuestra América, los caciques, guerreros y cazadores se han hecho collares con dientes de jaguar. ¡Pero es el colmo que en el siglo veinte una juez, de un país civilizado, se hiciera un collar de dientes humanos! Es que con eso la juez Ina Jen quería mostrar su indignación contra un tráfico que es quizá el más terrible del mundo. Millones de dólares están en juego por el narcotráfico. Millones de adolescentes caen a diario en la red letal de la droga. Millones de individuos sacrifican su moral y su conciencia por el maldito polvo. Y millones de personas de todo el mundo han optado por abandonar la integridad y la justicia, vendiendo y consumiendo la letal sustancia. El consumo de drogas es una marea espesa y ponzoñosa que va subiendo y subiendo, y que amenaza al individuo, al hogar y a la sociedad entera. ¿Qué se puede hacer ante un mal donde aun los gobiernos se confiesan impotentes? Se puede reconocer que hay un escape para ese mal que permea toda la sociedad. Existe una salida, pues hay un salvavidas al cual agarrarse para evitar el naufragio de la mente, de la voluntad y del alma. Ese refugio es el Señor Jesucristo. Él pagó con su muerte en la cruz el precio de la redención de toda la humanidad, y resucitó triunfante para ofrecer una nueva vida, fuerte, sana, recta y pura. Muchos han hallado en Cristo el escape al poder de la droga. Jóvenes, que fueron esclavos de la cocaína o de la heroína, ahora testifican de su nueva vida en Cristo. Todo joven puede disfrutar de esa nueva vida. Basta con que clame a Cristo desde el fondo de su adicción, para que Él acuda a rescatarlo. |