9 nov 05

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Carreras que se pierden
por el Hermano Pablo

Era su deporte favorito. Le gustaba correr con su pequeña lancha a motor delante de los grandes barcos que entraban en el puerto de Caracas. Corría a toda velocidad en la misma espuma que levantaba la proa de los inmensos transportes de petróleo.

Pero de tanto jugar con la muerte, un día Jorge Campos, joven venezolano de veintiocho años de edad, perdió la carrera. El motor de su lancha, mientras corría a escasos metros del navío, perdió fuerza, y la proa lo alcanzó. Nunca se le volvió a ver. Aparentemente las hélices lo destrozaron.

«Era una carrera loca», comentó Arturo Fernández, policía del puerto. Fernández, que desde un helicóptero había tomado fotografías del incidente, terminó diciendo: «No se puede ganar siempre corriendo junto al peligro.»

No es sólo Jorge Campos quien corre a la par del peligro. Hay una inmensa cantidad de jóvenes de ambos sexos que están corriendo ante un peligro mortal. No es un peligro físico, como navíos que entran a puerto, o autos que corren carreras, o caballos que saltan obstáculos. Ese peligro, que persiguen muchos de nuestros jóvenes sin percatarse de su mal, es la droga. Es como el vino del que habla la Biblia. Por «la suavidad con que se desliza... acaba mordiendo como serpiente y envenenando como víbora» (Proverbios 23:31,32). La droga tiene para el joven el encanto de lo prohibido. Es algo que da calor y euforia, algo que lo hace a uno «sentirse bien», como dice el adicto. Pero precisamente en eso consiste el engaño.

Una vez que la droga ha entrado en el cuerpo, ya sea cocaína, heroína o cualquier otra sustancia que crea adicción, se adueña de la persona y crece dentro, y exige más, domina y esclaviza. Y llega el momento en que el joven pierde su voluntad y no viene a ser más que un títere del maldito polvo blanco.

Al principio, todo drogadicto consume la droga voluntariamente. Pero cuando la droga se hace dueña, nadie la deja voluntariamente. Es entonces que el drogadicto se da cuenta de que la droga es mil veces más fuerte que él.

Jesucristo puede librar a cualquiera de esa mortal prisión. Él da el poder que vence el poder de la droga. Él rompe las cadenas de esa esclavitud, y salva a todo el que le rinde su vida.