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El novio tenía veintiocho años de edad, y parecía ser formal y serio en todo sentido. La novia tenía quince años de edad, y lucía como lo que realmente era: una niña en plena adolescencia, una rosa que recién comenzaba a abrir sus pétalos. La boda iba a ser de lo más brillante y romántica, y todo estaba preparado para la fiesta, la comida, la luna de miel y la vida de recién casados. Pero el sacerdote que los iba a casar, el padre Jaime Ángel Jaramillo, se negó terminantemente a solemnizar el matrimonio. «La novia es demasiado joven», concluyó el párroco, y no cambió de parecer. La edad mínima prescrita por la iglesia para contraer matrimonio es la de catorce años para el hombre y doce para la mujer. Eso quiere decir, en un caso dado, que un muchacho de catorce años, aún de pantalones cortos, y una niña de doce, aún jugando con muñecas, pueden casarse si se les ocurre. Sin embargo, el sacerdote Jaramillo dijo que no, que uno de los errores más graves que se están cometiendo es casarse muy joven. «La extrema juventud de algunos contrayentes —adujo el párroco— constituye una de las razones por las que la institución del hogar, base y fundamento de la sociedad, atraviese por la crisis actual que nadie puede negar.» El sacerdote Jaramillo tiene razón. Muchos jóvenes de hoy quieren vivir a toda carrera. Quieren apurar la copa de la vida en un solo sorbo, y antes de terminar la escuela, ya quieren empezar la vida de casados. Así se vive velozmente, quemando los años como fuegos artificiales y sorbiendo toda la sustancia de la existencia en un momento. El resultado es la vejez prematura, el hastío, el cansancio, el aburrimiento, la ruptura del matrimonio y el desencanto final. Nuestra vida ha sido planeada con sabiduría. Dios trazó sus etapas, pero debemos aceptar esa sabiduría divina si queremos ser felices. El momento central en la vida de todos los seres humanos es aquel en que recibimos a Cristo en nuestro corazón, y recibimos con Él la vida eterna. |