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«El romance se acabó —manifestó Harry Bidwell—. Las mujeres sólo traen problemas. Enamorarme fue el peor error de mi vida.» Estas palabras amargas salieron de su boca con desengaño y desilusión. Y dándole vueltas a su anillo de matrimonio, y preguntándose por qué se había casado, se encaminó al juzgado. Habló largo rato con el juez, y el juez, después de escuchar sus argumentos y los de la esposa, les concedió el divorcio. Todo esto ocurría en Brighton, Inglaterra. Lo notable del caso era la edad de Harry, ciento un años, y la de su esposa Lucy, cincuenta y ocho. «Viví noventa y dos años como soltero. Fue una locura casarme a esa edad», concluyó Harry, hasta entonces el hombre más viejo que hubiera acudido a los tribunales para solicitar el divorcio. Podría decirse que a los noventa y dos años de edad es poco lo que puede disfrutarse de un matrimonio. Y puede decirse que cuando no hay hijos, el matrimonio no se consolida. Puede decirse también que a semejante edad, noventa y dos el novio y cuarenta y nueve la novia, los caracteres ya están muy fosilizados y no hay manera de congeniar. Pero ¿qué de los matrimonios jóvenes? ¿Qué de los que empiezan su vida con ilusiones de matrimonio eterno? ¿Por qué se divorcian ellos? La causa más común que alegan los jóvenes es la incompatibilidad: «No podemos llevarnos bien. No congeniamos. Ninguno de los dos quiere ceder. Peleamos continuamente. No podemos seguir así.» Surge, por supuesto, la pregunta: ¿Hay acaso dos personas en el mundo entero que tengan gustos idénticos? ¡Claro que no! Pero ¿es necesario que la incompatibilidad de caracteres destruya toda unión? La verdad es que no hay dos personas con los mismos rasgos o intereses. Nadie puede hacer su carácter compatible con el de otro. Todos venimos de trasfondos diferentes. Y todos traemos diferencias congénitas. Si por incompatibilidad no pudiera haber felicidad, ningún matrimonio sería jamás feliz. Pero cuando Cristo es el Señor de cada cónyuge, Él amolda las almas, suaviza las diferencias, aplaca la rebeldía, conforma las intransigencias, ablanda los corazones y reconcilia los caracteres. Las parejas para las que Cristo es Señor —con todo y caracteres diferentes, lo cual siempre existe— logran vivir en paz, en comprensión, en tolerancia y en amor. Hagamos de Cristo, entonces, el Señor de nuestro matrimonio, de nuestro hogar, de nuestra familia, de nuestra vida entera. Él hará que nuestro matrimonio sea feliz. |