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Ocurrió en Rouen, Francia. El hombre asaltó bruscamente a una joven mujer. Era su sexta víctima en dos meses. La mujer gritó con toda la fuerza de sus pulmones, y cuatro carpinteros que trabajaban en las cercanías acudieron con sus martillos. Eran los martillos que usaban a diario. Agarraron al hombre, Bertrand Piston, de cincuenta y un años de edad, lo pusieron contra un roble y comenzaron a clavarlo de la ropa. En un par de minutos le incrustaron cuatrocientos clavos. Y así lo encontró la policía. Estos héroes, modernos mosqueteros, eran Maurice Plovard, André Molvin, André Tregeaux y Robert Argennes. No usaron espadas, pero tuvieron igual éxito usando martillos. Es interesante ver cómo el malhechor encuentra siempre la horma de sus zapatos. El viejo delincuente Bertrand Piston se aprovechaba de las mujeres, ya fueran ancianas o jóvenes. Hacía sus correrías por Rouen, eludiendo siempre a la policía. Pero como a la larga todo delincuente cae preso de su propio delito, esta vez lo agarraron cuatro jóvenes carpinteros, y en un santiamén lo sujetaron con cuatrocientos clavos. Afortunadamente para él, los clavos sólo penetraron su ropa. El sabio Salomón escribe: «Al malvado lo atrapan sus malas obras; las cuerdas de su pecado lo aprisionan» (Proverbios 5:22). Preso, inicialmente, de sus propias maldades, y preso, después, por los clavos de los carpinteros, Bertrand Piston quedó preso posteriormente tras las rejas de una cárcel. Nosotros somos víctimas de nosotros mismos. Somos hoy el resultado de todo lo que hicimos ayer. El mundo que se nos viene encima es el gran monto de todo lo que nosotros mismos hemos creado. ¿Cuándo caeremos en cuenta? ¿Cuándo reconoceremos que nuestra vida presente es la cosecha de la semilla que nosotros mismos hemos sembrado? De igual manera, el que goza de bien no es porque sea dichoso, o suertero o afortunado. La dicha consiste en saber sembrar la buena semilla. El apóstol Pablo lo expresó con sabiduría: «Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7). Aprendamos del gran sabio por excelencia, del Señor Jesucristo, Dios hecho hombre. Él tiene un plan para nuestra vida, un plan para nuestro bien. Pero Él no le impone su voluntad a nadie. El plan de Dios para el hombre siempre queda a opción del hombre mismo. Digámosle a Cristo, en oración sincera: «Señor, mi vida es tuya. Haz conmigo lo que quieras. Yo me rindo a tu voluntad.» |