28 feb 07

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¿Sangre española?
por el Hermano Pablo

Fue un noviazgo tormentoso, un noviazgo en que hubo de todo: celos, sospechas, recriminaciones, peleas, insultos, reconciliaciones, abrazos y besos. Francisca Sierra, de Tarragona, España, amaba violentamente a Héctor Silva. Y él, de igual manera, la amaba a ella. Pero durante el año de noviazgo, Héctor, un Don Juan, salió con varias otras jóvenes, incluso Hortencia, la mejor amiga de Francisca.

El día de la boda, cuando ambos novios levantaron la copa para el brindis, Francisca vertió estricnina en la champaña de su marido. El hombre murió antes que pudieran atenderlo.

«Sangre española» fue la conclusión de los diarios. Son interesantes las descripciones y frases que se dan según las diferentes nacionalidades y razas, tales como «sangre española», «casamiento a la italiana», «procedimiento a lo alemán», «tratamiento a lo gángster de Chicago».

La verdad es que todos los seres humanos somos iguales. Todos tenemos los mismos defectos y las mismas virtudes. Los celos y la furia se dan tanto en un campesino chino como en un frío y rígido escocés. Y un cosaco ruso puede beber tanto alcohol como un campesino latinoamericano.

La raza humana es una sola. En el fondo todos tenemos los mismos sentimientos. Todos experimentamos los mismos problemas y todos gozamos los mismos favores. Todos sufrimos las mismas decepciones y todos albergamos las mismas aspiraciones.

Es injusto que se nos juzgue por nuestra raza, nacionalidad o clase social. Todos por igual llevamos el estigma del mal humano y todos por igual conocemos las gracias del ser humano.

Francisca Sierra no envenenó a su flamante esposo por ser española. Lo hizo porque era humana y porque tenía un corazón humano. Y dentro del corazón humano, sea de la raza o nacionalidad que sea, está tanto el potencial de la gracia de Dios como la tendencia al pecado de Adán.

¿Qué impulsa a unos a seguir por un camino y a otros por otro? Es la decisión que cada uno toma. Cristo puede y quiere darnos un corazón puro, pero tenemos que desearlo y pedírselo. Sólo Cristo endereza lo torcido de nuestra psiquis. Sólo Él da sentido de verdadera justicia y bondad humana. Pero tenemos que hacer de Cristo nuestro Salvador, Señor y Dueño. Invitémoslo a que se posesione de nuestro corazón.