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Bryan Curtis amaba el béisbol, amaba los estudios, amaba a sus padres, amaba la vida. Pero Bryan, de diecisiete años de edad, fue atropellado por un auto, y su cerebro quedó muerto. Aunque su corazón seguía latiendo por medio de aparatos, Bryan quedó clínicamente muerto. Después de algún tiempo en que permaneció en estado de coma, sus padres dieron orden de quitar los aparatos que lo mantenían respirando artificialmente, y acordaron donar los órganos de Bryan. Éstos llegaron a beneficiar a ocho personas. El corazón de Bryan lo recibió un hombre de treinta y cinco años de edad. El hígado de Bryan fue transplantado en un estudiante de veinte años. Uno de los riñones de Bryan fue destinado a un profesor que había estado sometido a diálisis durante cinco largos años; el otro, a una joven señora, madre de tres hijos. Los ojos de Bryan sirvieron para que sus córneas beneficiaran a dos jóvenes que carecían de la vista. La piel de Bryan le salvó la vida a un infante que había sufrido severas quemaduras. Y la médula de los huesos de Bryan le dio nueva vida a un muchacho de catorce años de edad, que padecía de cáncer. ¡De un solo cuerpo se beneficiaron ocho personas! Es toda una maravilla de la ciencia moderna, como lo es también de la compasión, el sentido humanitario, y el amor tierno y sabio de dos progenitores que habían perdido a su hijo. Al reflexionar sobre este asombroso caso, saltan a la mente estas palabras del Maestro de Galilea: «Hay más dicha en dar que en recibir» (Hechos 20:35). Si había algo que, en medio de su dolor, esos confundidos padres necesitaban, era alguna consolación, algún alivio, algún gozo que mitigara el dolor de haber perdido a un hijo. ¿Qué podría aliviar ese dolor? El dar, el ayudar a otros con lo que su hijo ya no podía usar. Esa ley del dar es increíblemente maravillosa. Es sin igual la gran satisfacción que produce obedecerla. ¿Está usted sufriendo algún dolor, alguna decepción, alguna amargura? Busque a alguna persona que tenga una necesidad y ayúdela. Más aún, dése a sí mismo, y encontrará en la entrega de su vida a favor de otros, una profunda satisfacción que neutralizará el dolor de su agonía. Quien nos enseñó a dar fue Dios mismo, nuestro Creador. «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos generosamente, junto con él, todas las cosas?» (Romanos 8:32), nos asegura el apóstol Pablo. Entreguémosle nuestra vida a nuestro Creador. Luego entreguémonos a un mundo herido que tanto nos necesita. Hay mucha más dicha en dar que en recibir. |