1 nov 07

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Cuatro jinetes apocalípticos
por el Hermano Pablo

«Tengo miedo de ser un muchacho negro y estar creciendo en el mundo de las drogas —admitió Marquette, joven de diecisiete años—. No quiero ser un Don Nadie.»

Teodoro, de dieciséis años, manifestó: «El problema mío es la envidia. Envidio al que tiene más que yo. Los muchachos de mi edad ganan mucho dinero vendiendo drogas.»

Antonio, también de dieciséis años, declaró: «Yo siento mucha culpa. Es degradante estar preso. Yo nunca pensé que sería la vergüenza de mi familia.»

Y Mickey, de quince, añadió: «La codicia es una enfermedad destructiva. Nunca queda satisfecha.»

Estas fueron las declaraciones de cuatro muchachos que estaban en la cárcel en una de las grandes metrópolis del mundo. ¿Su crimen? La venta de drogas.

He aquí cuatro jinetes apocalípticos modernos: el miedo, la envidia, la culpa y la codicia. Los cuatro galopan entre la juventud de esta era. El mayor tráfico de drogas en la actualidad se realiza entre jóvenes y adolescentes. Unos la venden, otros la compran, y muchos la consumen.

Estos cuatro jinetes son como tempestades que agitan el alma y la vida de nuestros jóvenes y de toda la sociedad. Casi no hay una sola persona que no sea víctima, en una forma u otra, de esta tormenta universal. El miedo, la envidia, la culpa y la codicia imperan, imbatibles, en todos los sectores y capas sociales de todos los países del mundo.

¿Cómo combatirlos? ¿Cómo superarlos? ¿Cómo librar a sus víctimas de su dominio opresivo y demoledor?

Lo hemos dicho una y mil veces, y lo seguiremos diciendo hasta que muramos. Y si Dios nos lo permite, quedará constancia grabada y por escrito para, aun después de partir de esta vida, seguir pregonando esta gran verdad universal: «Jesucristo cambia el corazón humano.»

La única solución para el desbarajuste de nuestra sociedad, que ha quedado ya casi sin valores morales y espirituales, es una sujeción a una autoridad superior. Esa autoridad es Jesucristo, el Hijo de Dios. Cuando Él no es el Señor de nuestra vida, no tenemos ni mapa, ni brújula, ni timón ni piloto que nos conduzca por los caminos de la cordura y la razón. Sin Dios estamos a la deriva.

Por el bien de nuestra propia vida, de nuestro cónyuge y de nuestros hijos, rindámonos a Cristo. Invitémoslo a que sea el Señor de nuestra vida. Él cambiará nuestra depresión en paz y nuestra confusión en luz. Él quiere ser nuestro Señor.