4 feb 09

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«¡Enciende mi fuego!»
por el Hermano Pablo

Con insistencia pertinaz, agobiante, enervadora, las palabras salían del equipo estéreo: «¡Enciende mi fuego! ¡Enciende mi fuego! ¡Enciende mi fuego!» Éstas venían envueltas en obsesionantes compases de música rock. La obra era uno de los grandes éxitos de Jim Morrison. Y Anthony Fullbright, de veinticuatro años de edad, de Gainsborough, Inglaterra, escuchó tres días seguidos la misma canción.

De pronto, en un momento de arrebato, se roció con gasolina y se prendió fuego. Tanto había escuchado «Enciende mi fuego» que, en su locura, se inmoló.

He aquí otro caso que comprueba la tremenda influencia que la música rock ejerce en la mente de los jóvenes. Su ritmo aturdidor y la constante repetición monótona de palabras y frases actúan, primero, como un narcótico de la conciencia, para después incitar a la acción destructiva.

Jóvenes fascinados por la música y obsesionados por las palabras actúan según les manda la canción. Unos han salido con su auto a atropellar a personas. Otros le han prendido fuego a edificios. Otros han estrangulado a ancianitas. Otros han violado, sin misericordia, a niñas inocentes. Otros se han arrancado los ojos. Y otros aun se han tirado de altos edificios.

¿Habrá algún remedio contra música que apasiona a millones de muchachos y chicas en todo el mundo al extremo de enloquecerlos? Querer frenar su producción es como querer detener las cataratas del Iguazú con una mano. Tanto el tráfico de música rock y de drogas como el consumo de licor, el contrabando, la prostitución, el divorcio y el aborto son humanamente incontenibles.

Sin embargo, si bien no podemos detener todos los males del mundo, sí podemos salirnos de ellos. Quizá sea difícil, pero no es imposible. Así como es posible salirse de la corriente de un río torrentoso que se desborda, también es posible, con la ayuda de Dios, salirse de la vida del rock, de las drogas, de la prostitución y de todos los males sociales que destruyen la vida del joven.

Pero hay una condición. Librarnos de estos males y de sus consecuencias requiere acción de parte nuestra. Tenemos que entregarnos a Cristo. Con toda sinceridad tenemos que pedirle, desde el fondo del corazón, que nos salve y que nos ayude. Tenemos que decirle: «¡Señor, te necesito! ¡Ayúdame! ¡Sálvame!» Es entonces que Cristo viene en nuestra ayuda, y nos limpia, nos regenera, nos rescata y nos salva.

Jesucristo, el Hijo de Dios, puede hacerlo porque murió en nuestro lugar, y esa sangre que vertió por nosotros nos limpia de todo pecado.