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Cuando los González se trasladaron a uno de los mejores barrios de la capital, comenzaron a vender algunas de las cosas que no encajaban con la nueva casa. Vendieron los muebles porque, además de anticuados, no iban a hacer juego con los nuevos que necesitaban comprar. Se deshicieron de la alfombra debido a que era demasiado pequeña y estaba muy desgastada. Y decidieron cambiar el automóvil a causa de que el nuevo vecindario era diferente y mucho más aristocrático. Hubieran vendido también el piano de no haber sido por Jaime, el menor de los hijos, que insistió en que lo dejaran quedarse con él. —Es mejor venderlo —dijo el padre—. Está tan viejo que da vergüenza. ¡Y suena mal! Pero Jaime, interesado en que el piano se quedara con la familia, repuso: —¿Por qué no llamamos al afinador para que nos dé su opinión? Esa misma tarde, llegó el afinador y examinó el piano. Por la noche, mientras la familia cenaba, se oyó una dulcísima melodía en la sala. El padre dejó de comer y le preguntó a su esposa: —Estamos estrenando piano, ¿no? —No, querido —respondió ella—; es el mismo piano. El afinador lo arregló esta tarde, y ahora nuestro viejo piano nos regala su música. Desde ese día en adelante, el piano ocupó un lugar de preferencia en la casa de la familia González. Así como el piano es un instrumento diseñado para ser tocado armónicamente, Dios diseñó al hombre para que fuera el fruto de una perfecta armonía de elementos físicos, morales y espirituales. Pero el pecado desafinó esa armonía, y el hombre perdió la comunión con Dios y con sus semejantes, incluso con los miembros de su propia familia. Por eso envió Dios a su Hijo Jesucristo a este mundo para morir por los pecados de toda la humanidad. No había otro modo de restaurar la armonía que se había perdido. De cierto modo, entonces, Cristo es el afinador del corazón humano. Todos los que permitimos que Él toque las teclas de nuestro corazón con sus manos benditas venimos a ser instrumentos de armonía constante. En cambio, los que no le damos la oportunidad de afinar nuestro corazón llegamos a ser como pianos disonantes de los que sus dueños quieren deshacerse y quienes los escuchan quieren alejarse. La buena noticia es que para tener el corazón afinado, sólo tenemos que invitar a Cristo a que venga para afinarlo. A diferencia de los mejores afinadores de este mundo, que con buena razón cobran una suma considerable por sus servicios, Cristo, el Afinador por excelencia, está dispuesto a hacerlo gratuitamente. No hay nadie que carezca de los medios para contratar sus servicios, aunque viva en el barrio más pobre del mundo. Porque fue para eso que Cristo dio su vida por nosotros. Y ahora está tocando a la puerta de nuestro corazón. ¡Más vale que lo dejemos entrar! |
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