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—Señorita, tenga la bondad de entregarme todo el dinero que hay en la caja. Shirley contestó con toda calma: —¿Me permite contar el dinero para poder informarle a la compañía de seguros el monto exacto del robo? —No se moleste —respondió con diplomacia el asaltante—; yo lo voy a contar de todos modos. Tan pronto como lo cuente, la llamo y le digo la suma por teléfono. Y cumplió su palabra. Casi una hora después, el ladrón llamó por teléfono a la cajera y le dijo: —Son 3483 dólares en total. Acto seguido, se despidió de ella con respeto y colgó el auricular. Si bien este caso no sirve para ilustrar el refrán que dice: «Lo cortés no quita lo valiente», sí se presta como ilustración si lo modificamos un poco, de modo que diga: «Lo cortés no quita lo delincuente.» Porque el asaltante mostraba suma cortesía, consideración y cultura en todas sus maneras. La ropa que vestía era elegante, de las mejores marcas, y lucía impecable. Su rostro, su peinado y aun la colonia que usaba revelaban su delicadeza y sus buenas costumbres. Nada en el aspecto exterior de aquel hombre era malo. Lo malo lo tenía en el interior, en el alma, en el corazón. Por fuera era todo un caballero; por dentro, un vulgar delincuente. Lo cortés de sus modales, sus gestos y sus palabras no quitaban que fuera un simple malhechor. Aunque por lo general no quieran admitirlo, así son muchos de los que conforman la sociedad actual. Han aprendido a hablar, a vestir y a comportarse con corrección y pulcritud en público, pero en privado son corruptos y sucios. Se parecen a los fariseos a quienes Jesucristo tildó de hipócritas «que son como sepulcros blanqueados. Por fuera lucen hermosos pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de podredumbre. Así también ustedes —los acusó Cristo—, por fuera dan la impresión de ser justos pero por dentro están llenos de hipocresía y de maldad.»1 Y así como pudo haberse descrito al joven ladrón de San José, California, Cristo dijo que tales fariseos «limpian el exterior del vaso y del plato, pero por dentro están llenos de robo y de desenfreno».2 La solución que ofrece Cristo es evidente. Hay que limpiar por dentro el vaso y el plato, para que quede limpio también por fuera.3 Gracias a Dios, para apropiarnos de esa solución sólo tenemos que confesarle nuestros pecados para que Él nos los perdone y nos limpie de toda maldad.4 |
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