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Raymond Sewell, de cincuenta y ocho años de edad, comenzó a reírse desde el momento en que lo arrestaron hasta que lo metieron en la celda de la cárcel. No había pagado la comida en un restaurante, no había pagado el peaje en una carretera, y había obligado a la policía a perseguirlo sesenta kilómetros a gran velocidad. No se detuvo hasta que la policía le desinfló uno de los neumáticos a tiros. Cuando el juez le preguntó por qué se reía tanto, el hombre contestó: «Toda mi vida fui un hombre sumamente serio, pero anoche me dio por divertirme un poco. La verdad es que nunca me había divertido tanto.» En el libro de Eclesiastés, el Maestro dice: «El sabio tiene presente la muerte; el necio sólo piensa en la diversión.»1 Ni el sabio Salomón pudo haberse imaginado lo mucho que las diversiones se multiplicarían en los siglos venideros, hasta convertirse en los dioses más poderosos del mundo. Tanto los menores como los mayores de edad del siglo veintiuno quieren divertirse día y noche. Están dispuestos a pagar grandes sumas de dinero para que se les entretenga. Para satisfacer su exagerado apetito de diversión, dedican horas enteras a los espectáculos humorísticos, a las tiras cómicas en los diarios y las revistas, a los videos con dibujos animados y a las comedias por televisión, que tienen el único y, al parecer, inocente fin de hacer reír al que los consume. Ahora bien, no es que la risa y la diversión sean malas de por sí; por el contrario, llegan a ser muy saludables, con tal que no se les dé rienda suelta. Pues así como hay «un tiempo para llorar» y «un tiempo para estar de luto» —observa con toda razón el mismo Maestro del Eclesiastés—, también hay «un tiempo para reír... y un tiempo para saltar de gusto».2 Reír es parte importante de la naturaleza humana. Pero cuando el deseo de reír y de pasarla bien, y la apetencia por la diversión y el recreo se convierten en pasión, el beneficio en potencia se convierte en perjuicio seguro. Hace algunas décadas, el perspicaz escritor italiano Novalis pronosticó en una de sus obras que el mundo iba a tener «un final cómico». Por una parte, tal vez tenga razón, en el sentido de que la gente se está riendo cada vez más; pero por otra, no, de ninguna manera. Lamentablemente, la condición moral de nuestra sociedad nos da cada vez menos motivo para reír y más motivo para llorar. Nuestra civilización occidental, amenazada de muerte por agentes del terror, está al borde del abismo. Cuidémonos de no tomar la vida y el destino humano a la ligera. Hagamos un alto en nuestras fiestas y diversiones. Arreglemos todas nuestras cuentas con Dios. No seamos necios, pensando sólo en la diversión. Seamos, más bien, sabios, teniendo presente la muerte, que tarde o temprano ahoga a la risa. |
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