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(101 Aniversario del Naufragio del Titánic) Era una maravilla de la tecnología náutica. Se trataba de un transatlántico británico, el buque de pasajeros más grande y más lujoso que jamás hubiera navegado las aguas de océano alguno. Tenía 269 metros de largo por 28 metros en su punto más ancho, y había sido construido de tal modo que se creía que no podía hundirse. Emprendió su travesía inaugural el 10 de abril de 1912, partiendo de Southampton, Inglaterra, rumbo a la ciudad de Nueva York. A medida que cruzaba magistralmente el océano, la admiración de todos aumentaba debido a la ausencia de vibración y a su estabilidad no obstante una velocidad cada vez mayor. Con el mar en perfecta calma, avanzó a todo vapor hasta un punto en el Atlántico del Norte a unos 640 kilómetros al sur de Terranova. Faltaban sólo veinte minutos para la medianoche del domingo 14 de abril, cuando un atalaya divisó un iceberg directamente en frente. El enorme transatlántico empezó de inmediato a virar, pero ya era demasiado tarde. Al chocar contra aquel imponente bloque de hielo, se abrieron por lo menos cinco de sus compartimentos estancos hacia la proa, y el buque comenzó a llenarse de agua y a inclinarse al sumergirse la proa. Se hundió finalmente a las 2:20 de la madrugada del lunes 15 de abril de 1912, y quedó sepultado en el fondo del mar, a unos cuatro kilómetros de profundidad. De unas 2.224 personas que llevaba a bordo, el renombrado Titánic sólo tenía espacio para 1.178 en sus botes salvavidas, y para colmo de males en varios de los botes quedaron muchos puestos vacantes, dejando aún más pasajeros abandonados a su suerte. En total perecieron 1.522 personas. El buque Californian, a menos de 32 kilómetros de distancia, pudo haber socorrido al Titánic a tiempo para salvar a todos sus pasajeros, pero no recibió la señal telegráfica pidiendo auxilio debido a que el radiotelegrafista había dejado de escuchar sus audífonos diez minutos antes de la primera señal. Irónicamente, ese mismo radiotelegrafista del Californian le había advertido al Titánic del peligro dos veces, la última, 45 minutos antes del desastre. Pero uno de los radiotelegrafistas del Titánic, en lugar de hacerle caso, le había respondido que se callara, pues estaba interfiriendo la señal. Con razón dice el refrán: «Bien te quiere quien te advierte.»1 Jesucristo, el Hijo de Dios, nos advirtió que el fin del mundo, ese iceberg infranqueable contra el que ha de chocar la humanidad entera, será como sucedió en tiempos de Noé: «Comían, bebían, y se casaban... hasta el día en que Noé entró en el arca; entonces llegó el diluvio y los destruyó a todos.... Por tanto —agregó Jesús—, manténganse despiertos porque no saben ni el día ni la hora.... Dichosos los siervos a quienes su señor encuentre... preparados, aunque llegue a la medianoche o de madrugada.»2 |
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