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Enfermó un hombre de un ojo, Con el ojo que de nones Mas como uno le dijese donde por diversos modos Él al punto... partió, cuando a la lámpara parte, El ojo que bueno estaba, Y en fin, sin remedio alguno, Al Cristo entonces... fue,... Cesó el dolor, y al momento, Estos simpáticos versos del romancillo Mal de ojo del poeta español Pérez de Montalbán nos recuerdan el sabio refrán: «Todo pica para sanar, menos los ojos, que pican para enfermar.» De allí el refrán que dice: «Quien quiera el ojo sano, átese la mano.»1 Todos sabemos por experiencia que cuanto más nos frotamos los ojos cuando nos pican, más nos arden. Lo que desconocemos muchos es que, de igual manera, cuanto más nos frotamos el alma cuando está enferma de culpa, más culpables nos hacemos. El alma nos la frotamos cada vez que procuramos salvarla mediante nuestras propias obras, tales como las de caridad. Así hacemos caso omiso de la enseñanza de San Pablo a los efesios, a quienes les dice claramente que es por gracia que hemos sido salvados mediante la fe, y que esto no procede de nosotros sino de Dios, no por obras para que nadie se jacte.2 Y así nos hacemos culpables de menospreciar ese don incomparable de Dios, que es la gracia por la cual nos salva. Cuando nos empeñamos en merecer la salvación mediante las buenas obras, creemos que tenemos de qué jactarnos. ¡Y Dios nunca ha tolerado la soberbia! Por algo será que diseñó un plan que no contempla la posibilidad de salvación por méritos propios, sino sólo por los méritos del único que jamás pecó, nuestro Señor Jesucristo. Él cargó con nuestra culpa para que nosotros, al confesarla, tengamos en quién descargarla. «Quien quiera el alma sana, átese las buenas obras» y acepte la gracia salvadora que Dios le ofrece sólo por los méritos de Cristo su Hijo. Deje de frotarse el alma, y clame más bien: ¡Señor a quien me consagro, |
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