|
|||||||||
Con los caimanes al acecho en las desiertas playas del ancho y solitario río del que son terribles dueños, avanza un bongo por el Arauca en los llanos de Venezuela. Se trata de una canoa mercante, capitaneada por el patrón, que lleva a bordo a dos pasajeros: Santos Luzardo y el Brujeador. El patrón le dice a Luzardo que no acepte nunca a un compañero de viaje a quien no conozca como a sus manos. Con eso se refiere a que no debió haber accedido a que el Brujeador, que se parece al diablo mismo, los acompañara en la canoa. Pero más tarde le dice que no hay que preocuparse. Además de que van con ellos cuatro hombres y un rifle, «el Viejito viene con nosotros», le asegura el capitán. Luego de descansar en la orilla, embarcan, pero al rato uno de los remeros advierte: «¡Vamos solos, patrón!» Ante esto, el patrón manda que se devuelvan, porque «se nos ha quedado el Viejito en tierra», explica. Al salir de nuevo del punto de partida, el patrón alza la voz y pregunta: «¿Con quién vamos?» Los remeros responden: «¡Con Dios!» Y el patrón le explica a Luzardo: «Ese era el Viejito que se nos había quedado en tierra. Por estos ríos llaneros, cuando se abandona la orilla, hay que salir siempre con Dios. Son muchos los peligros de trambucarse, y si el Viejito no va en el bongo, el bonguero no va tranquilo. Porque el caimán... el temblador y la raya... y... los caribes... dejan a un cristiano en los puros huesos, antes de que se puedan nombrar las Tres Divinas Personas.» De ahí que Rómulo Gallegos, el célebre autor venezolano, concluya el primer capítulo de su clásica novela Doña Bárbara con estas elocuentes palabras: «¡Cuán inútil resonaría la demanda de auxilio, al vuelco del coletazo del caimán, en la soledad de aquellos parajes! Sólo la fe sencilla de los bongueros podía ser esperanza de ayuda, aunque fuese la misma ruda fe que los hacía atribuirle poderes sobrenaturales al siniestro Brujeador.»1 Menos mal que, a diferencia de los cristianos de nombre nada más, cada uno de nosotros, como verdadero seguidor de Cristo, puede conocer al «Viejito», al Padre celestial, «como a sus manos». No tenemos que ampararnos en preguntas sacramentales como «¿Con quién vamos?», ni en ritos o supersticiones semejantes, ni nos hace falta tener a Dios por amuleto o talismán. Comprendemos, más bien, que Dios, a quien el profeta Daniel trata como «el venerable Anciano»,2 envió al mundo a su Hijo Jesucristo, la Segunda de «las Tres Divinas Personas», para vivir entre nosotros, morir por nosotros y ascender al cielo para interceder por nosotros. Y tenemos plena confianza en las últimas palabras que pronunció Cristo antes de ascender a la presencia del Padre celestial: «Les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo.»3 De modo que si alguien pregunta: «¿Con quién vamos?», no titubeamos en contestar: «¡Con Dios!», inspirados por una fe sencilla y una esperanza de ayuda perpetua que se cimentan en la interrogación retórica: «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?»4 |
|||||||||
|