|
|||||||
(Día del Niño por Nacer) El juicio duró más de tres años. En todo ese lapso intervinieron, como siempre, defensores y acusadores. La prensa se interesó en el caso, y lanzó a los cuatro vientos todos los pormenores del juicio. Hasta que por fin el juez dictó la sentencia. «Que se entierren sin ninguna ceremonia religiosa», dictaminó. El juicio se realizó en Los Ángeles, California, en torno a dieciséis mil quinientos fetos humanos que un hombre mantenía en su casa, producto de otros tantos abortos. Muchos ministros religiosos y autoridades cívicas pedían un sepelio, mientras que varias entidades feministas exigían un simple entierro o una incineración. «No son seres humanos —alegaban las líderes de estas mujeres—. No son otra cosa que tejidos biológicos indeseados.» Este juicio conmovió la opinión pública en los Estados Unidos: en primer lugar, por la gran cantidad de fetos —producto de abortos provocados— que un solo hombre había juntado en menos de un año, dieciséis mil quinientos; y en segundo lugar, por el carácter o la categoría que se quería atribuir a esos fetos. Ministros cristianos, junto con los miembros de sus respectivas iglesias, pedían que a los fetos se les considerara seres humanos completos, y por lo tanto dignos de honras fúnebres. En cambio, otras entidades, especialmente mujeres partidarias del aborto, se oponían enérgicamente a semejante funeral. Algunas de estas sociedades femeniles llegaron a decir, con sarcasmo: «Un feto producto de un aborto es como un apéndice, o como una vesícula biliar o como un trozo de intestino cortado.» Así como a nadie se le ocurriría celebrar un funeral por unos pedazos de tejido —sostenían ellas—, tampoco debía celebrarse un funeral por un feto. Lamentablemente lo que sigue en tela de juicio es el carácter de la vida humana. A ninguna mujer sana que lleva un hijo en las entrañas se le ocurriría calificar a ese hijo que ya siente moverse en su vientre como simple «tejido biológico». Para esa mujer, al igual que para el hombre que lo ha engendrado, ese feto, esa vida, esa alma, es su hijo y no un simple trozo de tejido humano desechable. Sin embargo, para muchas personas en la actualidad la vida humana carece de valor. Por consiguiente, fácilmente, con ligereza y sin conciencia, echan mano del aborto para ponerle fin a la vida de seres humanos que no desean. Si esas pequeñas criaturas en gestación pudieran defenderse, con toda seguridad se valdrían de las palabras del salmista David y le implorarían a Dios: «Tenme compasión, Señor... un frío de muerte recorre mis huesos. Angustiada está mi alma... Vuélvete, Señor, y sálvame la vida; por tu gran amor, ¡ponme a salvo!... Libra mi vida, mi única vida, de los ataques de esos leones.»1 |
|||||||
|