Siempre ha habido personas que les dedican una buena parte de su tiempo a los juegos de azar. Y siempre ha habido espectadores en esos salones de juego, apostados alrededor de las mesas, que han experimentado de cerca la agonía y el éxtasis de los que están arriesgando el dinero. En la antigüedad se le llamaba «pagar el barato» a la costumbre de dar, como propina, una pequeña parte de las ganancias a los sirvientes y a esos mirones. Era como si se lo merecieran por haber hecho acto de presencia y nada más. Actualmente se sigue esa costumbre en los casinos, bingos y otras salas de juego, donde es casi obligado dar una propina al crupier, a los empleados del establecimiento e incluso a los compañeros de mesa y mirones, cuando la ganancia que se obtiene es grande. Pero en los casos en que alguien se gana la lotería, y sus allegados, sobre todo los que estuvieron presentes durante la compra del billete, piensan que el afortunado jugador debe compartir con ellos aunque sea una pequeña parte de sus ganancias, se supone que el que así procede lo hace de buena gana y no por obligación. En cambio, antiguamente ocurría que cuando un ganador no cumplía con aquella costumbre que ya se había arraigado en la cultura del juego, los defraudados acompañantes solían exigírselo hasta con amenazas. Algunos llegaban al extremo de contratar a matones que vivían de eso. ¡Era el colmo de la presunción! De ahí que se acuñara la expresión «cobrar el barato», que enfoca a la persona que predomina por el miedo que les infunde a otras.
A pesar de que representan dos extremos de conducta, hay algo muy importante que tienen en común una sala de juego y la antesala de la cruz de Cristo. Así como abundan los espectadores en los salones de juego, también los hay ante esa escena de la cruz, en términos específicos, todos nosotros. Pero a diferencia del juego de antaño, no fue un juego sino una batalla lo que libró Cristo por nuestra alma al morir en nuestro lugar y así ganar la victoria sobre el mal. Y no fue al azar sino premeditada esa victoria, planeada desde antes que naciéramos. Y los espectadores que reconocemos que la aparente derrota es en realidad una singular victoria nos hacemos acreedores no a una propina de la ganancia sino a la ganancia entera. Cada uno de nosotros gana todo, porque Cristo no se queda con nada más que la satisfacción de haber ganado en favor de nosotros. Así Cristo nos desarma de cualquier razón para «cobrar el barato» y exigirle que nos pague del fruto de su victoria; al contrario, es Él quien nos busca para invitarnos a que la aceptemos. No nos exige que aceptemos la salvación del alma, que es lo que ganó; más bien, nos la ofrece con amor y nos trata de tal manera que, lejos de tenerle miedo, lo amemos de todo corazón.
|