12 ene 16

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Fuego del infierno mismo
por Carlos Rey

En la ciudad de Lieja, en Bélgica, un policía detuvo a un niño que andaba solo por las calles, cabizbajo y sin rumbo. El agente dedujo que se trataba de un pequeño delincuente.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

—Nada —contestó el niño con desgano.

—¿Dónde vives?

—En el infierno.

Ante esa respuesta, el policía se sorprendió, pero continuó el interrogatorio.

—¿Quién es tu padre?

—El diablo —contestó el niño.

—¡Vamos! ¿Qué estás diciendo, muchacho? ¿Y tu madre?

—Ella es un demonio.

El policía, creyendo aún más que el muchacho era un vago, le dijo que lo llevara a su casa. Así que el niño lo condujo por calles y avenidas que pasaban por sectores oscuros y sucios hasta que llegaron a una casa de mal aspecto. Desde afuera se podía oír que peleaban un hombre y una mujer.

—¡Eres el diablo en persona! —gritaba la mujer.

—¡Y tú —respondió el hombre— eres un demonio! ¡Este no es un hogar sino un infierno!

El policía se apartó un poco con el niño.

—¿Son tus padres? —preguntó.

—Sí, lo son —contestó el niño—. Yo no tengo ni para qué llegar a mi casa. Odio a mis padres. Odio la casa. Odio todo este barrio. ¡No quiero estar aquí!

Desde ese día en adelante, aquel policía ya no podría desentenderse de la triste situación en que vivía aquel muchacho porque ahora sabía por qué andaba solo por las calles. Pero el policía belga también sabía, como debiéramos saberlo nosotros, que escenas como esta se ven no sólo en los barrios pobres de nuestros pueblos sino también en los sectores ricos de nuestras metrópolis. Porque la violencia de palabra no es exclusiva de los indigentes, los desconocidos y los marginados de la sociedad. Es también patrimonio de los adinerados, los famosos y los poderosos de este mundo.

Esto se debe a que todos tenemos la tendencia a hacer lo malo, y una de las cosas malas que hacemos es agredir de palabra a nuestros más allegados. Nos escudamos en que no maltratamos físicamente a nuestros seres queridos, lo que consideramos un daño mayor, para no tener que afrontar el mal que infligimos verbalmente, lo que consideramos un daño menor.

El apóstol Santiago procura hacernos ver el tremendo daño que podemos causar con las palabras. Describe a la lengua como un fuego encendido por el infierno mismo, que a su vez prende fuego a todo el curso de la vida.1 Más vale que le demos a este mal la importancia que tiene. A fin de que nuestro hogar disfrute de la paz que nuestros hijos merecen, pidámosle a Dios que nos ayude a llevar a la práctica los proverbios de Salomón que dicen: «El sabio de corazón controla su boca.... el entendido refrena su lengua.»2 De hacerlo así, todos ganamos, pues como dice otro de sus proverbios: «El que refrena su boca y su lengua se libra de muchas angustias.»3


1 Stg 3:6
2 Pr 11:12; 16:23
3 Pr 21:23