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Blanco con algunas rayas negras, elástico, sinuoso e inquieto, era la atracción principal del zoológico. Llevaba el nombre de la ciudad de la India donde había sido cazado, Lucknow. ¿Qué era? Un espléndido tigre blanco. David Juárez, de cuarenta y cinco años de edad, el encargado de velar por el bienestar del tigre, entró ese día en la jaula para hacer la limpieza. En eso, la fiera, generalmente amistosa, saltó sobre él y lo mató. El director del zoológico, refiriéndose a la fatalidad, dijo: «A la fiera la podemos sacar de la selva, pero no podemos sacar la selva de la fiera.» David Juárez no es el primer cuidador de fieras que muere en las garras de alguna de ellas. Es algo que ocurre con cierta frecuencia en zoológicos, parques naturales y circos. La fiera sigue siendo fiera, aun detrás de barrotes de hierro. Es cierto que no se puede quitar la fiereza que está dentro de los mamíferos carnívoros. Aun el gato doméstico, tan mimoso y dulce, de repente saca las uñas y causa dolorosas heridas. Al perro más fiel puede despertársele el lobo ancestral que tiene adentro, y clavar los colmillos en quien esté más cerca. Cinco mil años de civilización no han podido sacar del corazón humano la bestia primitiva. Detrás del telón de la religión, la cultura, la educación, las buenas maneras, los trajes bien cortados y las joyas, se esconde el Caín, el Nerón, el Calígula, el Gengis Kan de las antiguas crónicas de la humanidad. Los filósofos y los moralistas se hacen la pregunta: ¿Por qué será la humanidad así? La razón se asemeja al refrán del director del zoológico: «A la fiera la podemos sacar de la selva, pero no podemos sacar la selva de la fiera.» Al corazón del hombre, desde que cayó en el jardín del Edén, lo ha dominado la ambición, la codicia, el narcisismo, la envidia y el odio. Recubierto de civilización, bulle todavía dentro de él la fiera que habitó las cavernas. El hombre es un empedernido pecador, y no hay remedio humano para él. Sin embargo, Jesucristo, el Hijo de Dios, puede quitar de ese hombre el corazón de piedra que tiene adentro y poner en su lugar un corazón de carne. Cristo tiene poder para convertir al pecador en una nueva criatura, pues transforma, regenera, corrige y salva. Sólo tenemos que entregarnos a Dios de todo corazón. Cuando hacemos eso, Él nos convierte en una nueva criatura. Esa trasformación puede ser nuestra. Rindámonos hoy mismo a Cristo. |