25 abr 2022

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Robin Hoods del siglo veinte
por Carlos Rey

Los robos eran continuos en aquella farmacia de Barranquilla, Colombia. Una y otra vez, desaparecían cajas con medicamentos. Al parecer, los objetos más codiciados eran las aspirinas, los analgésicos, los ungüentos y los jarabes. Los dueños de la farmacia establecieron una discreta vigilancia, con la esperanza de sorprender a los aprovechados rateros.

Por fin descubrieron a los ladrones. Eran dos individuos jóvenes, dueños de una pequeña farmacia instalada en uno de los barrios más pobres de la ciudad. Como no tenían capital para hacer grandes compras de medicamentos caros, tomaron la deshonesta medida de robar de la farmacia.

«Nosotros no hacemos negocio con esto —se justificaron ante la policía—. Robamos para el pueblo. Les vendemos la mercancía a mucho menos del costo, y a los que no pueden pagar ni siquiera una aspirina, les regalamos los medicamentos.»

Muchos de los del pueblo, enterados del suceso, se presentaron ante las autoridades para dar testimonio a favor de los ladrones. Dijeron que en realidad ellos nunca cobraban de más por las medicinas; al contrario, muchas veces las regalaban, y todos los pobres del barrio los apreciaban y los querían.

Aquí tenemos a dos imitadores del célebre Robin Hood. Aquel legendario personaje inglés, de los tiempos de Ricardo Corazón de León, robaba a los ricos para dar a los pobres. En el Quijote de Cervantes tenemos a un personaje parecido. Roque Guinart, el bandido catalán, asaltaba a los ricos y favorecía a los pobres, y aunque era un bandido, hacía gala de perfecta justicia en el reparto del botín.

Si no fuera por la carencia de justicia en el mundo, no se darían tantos casos como estos. Hace muchos años, un hombre robó un pan en Nueva York. Cuando compareció ante el juez Fiorello La Guardia, que llegaría a ser el alcalde de la ciudad, La Guardia comprendió su caso. No obstante, consciente de su deber de administrar justicia, el juez dictó la siguiente sentencia: «Condeno a este hombre a cincuenta dólares de multa por robar un pan. Y condeno a todos los presentes en la sala a un dólar de multa cada uno, por vivir en una ciudad donde un hombre tiene que robar para comer.» Se dice que juntaron tanto dinero que el pobre condenado tuvo más que suficiente para pagar la multa, y hasta le sobró una buena suma para llevarse a casa.

Si bien no se justifica el robo, tampoco se justifica la insensibilidad ante la desesperante situación en la que viven tantas personas que nos rodean. Ya es hora de que sigamos el ejemplo del juez La Guardia, que a su manera siguió el ejemplo del Señor, Dios justo y compasivo. Pues así como, a causa de su equidad y justicia, Dios «no actúa con parcialidad ni acepta sobornos», también a causa de su amor y misericordia, Él «defiende la causa del huérfano y de la viuda, y muestra su amor por el extranjero, proveyéndole ropa y alimentos». Pero como suele hacerlo por medio de nosotros, desde los tiempos antiguos de la Ley de Moisés nos recuerda: «Así mismo debes tú mostrar amor...»1


1 Dt 10:17,18