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«Los soneros ganaban cada vez más partidarios en la capital.... Se habían entregado en cuerpo y alma a una verdadera fiebre de salsa.... Celebraban sus conciertos en todas partes. Su música se había puesto de moda no sólo en los cafetines de los barrios pobres, sino que se escuchaba ahora en los bares y las discotecas más elegantes de la ciudad, donde, para disgusto de los dirigentes del partido, ésta había ya casi aniquilado el rock.... »Candelario encontraba espantosa aquella música, pero no podía dejar de admirar el valor de sus ejecutantes.... Se alegraba de que sus compatriotas, si bien no tenían el valor de luchar por la independencia, en su música y en sus cantos sí se atrevieran a hacerlo.... »A poco de comenzada aquella locura, Candelario recibió una llamada telefónica confidencial. En el partido varios oficiales de alto rango se encontraban preocupados por el fenómeno de aquellos conciertos.... »—¿Me escucha, Candelario? [—le dijo una voz ronca e impersonal—].... Su primer deber de hoy en adelante será... evitar que esos conciertos se sigan celebrando. Así que meta a los soneros en cintura, si no quiere verse muy pronto, no sólo destituido como capitán, sino expulsado para siempre ignominiosamente de la tropa. »Candelario colgó molesto el receptor. Le parecía increíble que, bajo los pintorescos atuendos de los salseros, se ocultasen elementos políticamente sediciosos. La salsa, a más de esto, bien que grosera y de mal gusto (Candelario rehusaba considerarla música), era ya el modus vivendi de gran parte de la población, y coartarla sería injusto, además de prácticamente imposible. Aquellos sentimientos de conmiseración, sin embargo, pasaron a segundo plano en cuanto Candelario consideró las consecuencias de rehusarse a poner en efecto aquella orden.... »Haciendo, por lo tanto, de tripas corazón, al día siguiente organizó varias expediciones punitivas a los arrabales.... Llevado a cabo el propósito del partido, y devueltos a sus tugurios los malhechores con las cabezas hendidas y las costillas rotas, el silencio volvió a reinar una vez más supremo a lo largo de los farallones embestidos por el Atlántico de la antigua capital de San Juan.»1 ¡Con razón que a la escritora puertorriqueña Rosario Ferré —hija del estadista Luis A. Ferré, quien en su ilustre carrera llegó a ser gobernador y Presidente del Senado de Puerto Rico— le fue otorgado en 1986, en la Feria del Libro de Frankfurt, el Premio Liberatur por Maldito amor, libro compuesto de cuentos como este que lleva por título «La extraña muerte del Capitancito Candelario»! En la pluma de la ingeniosa Ferré, el pueblo boricua bien pudo haberse lamentado, junto con el pueblo de Israel, diciendo: «No se escucha ya la música de los jóvenes. En nuestro corazón ya no hay gozo; la alegría de nuestras danzas se convirtió en tristeza.»2 Menos mal que, a diferencia de los dirigentes políticos de esa obra ficticia, Dios el Señor, que nos creó con la capacidad de concebir un sinnúmero de géneros musicales y de disfrutar de ellos, no coarta ni limita nuestro libre albedrío en este gusto. Más bien, nos anima a que aplaudamos con Él la canción de Débora, que dice: «¡Escuchen, gobernantes!... Cantaré al Señor; tocaré música al... Dios de Israel.»3 |
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