|
|||||||||
Cuenta el reconocido historiador colombiano Eduardo Lemaitre cómo recuerda haber visto de lejos, durante su niñez, que se le atendió como a un príncipe al poeta peruano José Santos Chocano en su paso por Cartagena. Los que asistieron a un recital que ofreció Chocano se quedaron con el recuerdo de cómo «salió a escena vestido de frac y con la corona de áureos laureles en la frente, para recitar su inmortal poema “Los caballos de los conquistadores”, compuesto en los tiempos en que había sido, años antes, diplomático en Bogotá». Según Lemaitre, «de su paso por Cartagena, Chocano dejó... el recuerdo de... dos composiciones poéticas magistrales. Una de ellas [es] el soneto a nuestra ciudad que comienza con aquello de “Cartagena de Indias, ¡tú que a solas / entre el rigor de tus murallas fieras / sueñas que te acarician las banderas / de pretéritas huestes españolas!”. [La] otra —declara Lemaitre—, dedicada a mi prima Mercedes Amelia Gómez Román, que entonces era un pimpollo... [dice así]:
Once años después, Chocano fue «apuñaleado en un tranvía por un loco, en Santiago de Chile —concluye Lemaitre—, precisamente cuando se dirigía a entrevistarse con el embajador de Colombia, Enrique Vargas Nariño, para recibir unas esmeraldas que nuestro gobierno le enviaba, como reconocimiento por su intervención en favor de Colombia en el conflicto colombo-peruano de Leticia».1 Así como aquel poeta peruano, también nosotros estamos de paso por este mundo y, a la luz de la eternidad, en cuestión de horas tendremos que embarcarnos. Pero ¿a dónde vamos, y cómo esperamos que haya de ser nuestra llegada? Chocano, en su paso por Cartagena, iba rumbo al Perú a ser el nuevo virrey, y esperaba que su llegada fuera una incomparable entrada triunfal. Quiera Dios que el rumbo nuestro sea el cielo, el lugar donde su Hijo Jesucristo ha preparado una morada sin igual para quienes lo hayamos reconocido como nuestro Salvador y Señor, pues sólo así también nosotros podremos tener la esperanza de disfrutar de una entrada triunfal.2 Y por si eso fuera poco, al escuchar sus palabras de bienvenida: «¡Bien hecho, mi buen siervo fiel! ... ¡Entra y alégrate conmigo!»,3 tendremos además la dicha de saber que ese virreinato nuestro no será temporal sino eterno. |
|||||||||
|