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¿Cómo era posible que su padre legara a su hermana tan valiosa plaza, pasándolo por alto a él? Ahora no le quedaba más remedio que tomar las medidas necesarias para arrebatársela a ella. Era lo único que le faltaba para enseñorearse de España. Su padre, Fernando el Grande, se arrepentiría de habérsela dado a Urraca. Esos eran los pensamientos que impulsaron al rey Sancho de Castilla a sitiar la ciudad de Zamora. Fernando habría de arrepentirse de sus acciones, porque con ellas desencadenó una serie de eventos que culminarían en la muerte de su hijo. «Teniendo yo Zamora —diría Sancho en Sahagún mientras alistaba sus tropas— bien me podré llamar señor de España.» Pero a los siete meses de asedio lo sorprendió el puñal regicida de Bellido Delfos. Muerto Sancho, Alfonso VI, su otro hermano, acudió en auxilio de doña Urraca, y al fin Zamora se vio libre de amenazas. De este dilatado período de la historia de España procede el dicho: «No se ganó Zamora en una hora.» Con este dicho, «luego venido a refrán —concluye el escritor español Luis Junceda—, se pondera la paciencia que por lo común es preciso gastar en cualquier empeño dificultoso».1 Tanto al rey Sancho de Castilla como a los pobres zamoranos les hubiera servido de mucho tomar a pecho las palabras del rey David, que con el fin de legarnos a nosotros el fruto de su extraordinaria vivencia, compuso poemas acrósticos como el siguiente:
Si vale la pena perseverar para ganarse una corona efímera como la de Zamora, ¡cuánto más no valdrá todo empeño por ganarse una corona eterna como la que se le ofrece a la Iglesia de Esmirna en el Apocalipsis! Más vale que acatemos el consejo que le da el Rey de reyes y Señor de señores, «el Primero y el Último, el que murió y volvió a vivir», de ser fieles hasta la muerte, para así recibir la corona de la vida.3 |
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