Para Karl Peters, joven de veintiséis años de edad, el día soñado había llegado. No era el día de su graduación, ni era el de su boda. Era el día en que presentarían su programa favorito de televisión.
Karl encendió el televisor y se fue a la cocina para prepararse un sandwich, pero con el cuchillo se hizo un profundo tajo en la mano, cortándose cuatro dedos casi hasta el hueso. Rápidamente se envolvió la mano en una toalla, la metió dentro de un balde con agua, y se acomodó para mirar su programa. Allí mismo lo encontraron muerto, desangrado, con la mano en el balde y el programa todavía viéndose en la pantalla. Todo eso sucedió en Wetzlar, Alemania Occidental.
Karl era un adicto a la televisión. Se pasaba horas enteras frente al aparato. Veía programas cómicos, científicos, artísticos, truculentos, dramáticos, terroríficos, musicales, fuera cual fuera el género. Frente al televisor, mirando algún programa que le gustaba, se volvía inconsciente. Esta vez su programa le interesó tanto que quedó absorto en él, a tal grado que se despreocupó de todo y se fue desangrando lentamente hasta quedar muerto. El balde quedó lleno de la sangre de Karl; la mente de Karl, saturada de las últimas escenas; y la habitación, colmada de las luces y sonidos del aparato.
Este hombre no es el único que se desangra frente al televisor. Hay miles de personas que han hecho de la televisión la pasión de su vida. Encienden el aparato temprano en la mañana y no lo apagan sino hasta altas horas de la noche. Durante todo el día ven escenas de violencia, de crimen, de sexo, de perfidia, de estupidez, de locura, de lujuria. Miran y oyen sin descanso, y el subconsciente archiva las imágenes y las palabras. Así tanto niños como jóvenes y adultos —hombres y mujeres— se desangran ante la pantalla mágica, orgullo de la tecnología moderna.
La televisión no es mala en sí. Puede ser un vehículo de gran cultura, que inculca conocimientos científicos y contribuye a la formación moral y espiritual de la sociedad. Pero se convierte en un medio que destruye la mente cuando transmite programas mórbidos a los que la gente se vuelve adicta.
Nuestra mente es una computadora. Si entra información dañina, nuestra vida se desmejorará en todos los sentidos. En cambio, si permitimos que entre la benéfica Palabra de Dios y la saturamos de imágenes y sonidos saludables, tendremos una vida sana, limpia, equilibrada y digna.