16 oct 2004

Una llamada impulsiva

por el Hermano Pablo

Fue un impulso repentino. Una de esas «corazonadas», como se les dice. Un intenso deseo del alma. Richard Shearsby, de Norwich, Inglaterra, quiso llamar a Elizabeth Orwalt, en Nueva Zelanda. Siguiendo el impulso, descolgó el auricular e hizo la llamada.

En ese momento había asaltantes en la casa de Elizabeth, y la llamada telefónica sirvió para alarmarlos y ponerlos en fuga. Lo más interesante es que Richard y Elizabeth llevaban diecisiete años de divorciados.

A raíz de ese raro e insólito incidente, los dos volvieron a verse, se reconciliaron y comenzaron el proceso de restauración de su matrimonio. Una llamada impulsiva volvió a encender el amor.

Uno de los aspectos más lamentables de la sociedad actual es que haya tantos matrimonios que se han disuelto. La triste realidad es que de cada dos parejas que hacen sus votos nupciales ante el altar con el fin de comenzar una unión «hasta que la muerte los separe», uno de esos matrimonios termina en divorcio.

¿Cuál será la causa de tantos matrimonios fracasados­? Casi siempre se debe a la falta de comunicación. El marido que se desconecta y no le dice nada a la esposa. La esposa que se pone terca y cuelga el teléfono de su corazón. Y el amor se enfría, y el aburrimiento cunde, y el fastidio y el resentimiento queman toda intimidad y dulzura. ¿Cuál es el resultado? La ruptura de un matrimonio que se esperaba que fuera para siempre.

Pero ahí debajo de las cenizas se reaviva una llamita del amor pasado. Él siente que ella siempre ha sido la única mujer de su vida. Ella se da cuenta de que lo ama más que a ningún otro.

¿Qué hacer entonces? Restablecer la comunicación. Escuchar de nuevo aquella voz del primer amor.

Es ahí donde entra una llamada telefónica, o un ramillete de flores, o una carta sincera o un toque a la puerta. Luego sigue la concertación de una cita. Y después de tanto tiempo, el encuentro, en el que se miran a los ojos, se tocan las manos, palpitan los corazones al unísono, y surgen las palabras, simultáneas: «¡Perdóname!»

Abramos las líneas de comunicación, primero con Dios, pidiéndole perdón, y luego con el cónyuge, de quien sólo el orgullo nos ha distanciado. Rehagamos ese hogar que nunca debió destruirse, y veremos que Dios mismo respaldará la nueva unión.

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