«Juguemos a la ruleta rusa —dijo Benito González—: es divertido. Para que vean cómo es, yo jugaré primero.» Estaba delante de una amiga de diecisiete años de edad, y de otro jovencito de trece.
Como quien cree saberlo todo, Benito hizo girar varias veces el tambor del revólver, cargado con una sola bala. Luego, abocándose el arma a la sien derecha, dijo: «No se asusten.»
Pero nadie sabía dónde estaba esa bala. La probabilidad de que fuera disparada en el primer tiro era de una en seis. En eso, precisamente, consiste el juego a la ruleta. Para Benito, la bala salió disparada al primer apretón del gatillo. ¿Su edad? Catorce años.
A pesar de lo mortal que es el juego de la ruleta rusa, hay muchos que lo practican. Se trata, principalmente, de jóvenes que desean hacer alarde de su valor y guapeza. Así también son las muertes, y si no muertes, cuando menos heridas gravísimas, que dejan a las personas estropeadas de por vida.
Hay muchos que tal vez no jueguen a la ruleta rusa con arma en mano, pero que sí juegan con otras ruletas rusas. El hombre de negocios que practica algo de dudosa legalidad y de cuestionable moralidad está jugando el maldito juego. Podrá rápidamente hacer una fortuna, pero tarde o temprano lo perderá todo y terminará destrozado.
El hombre casado, jefe de familia, que lleva una vida respetable, incluso con hijos para quienes él es modelo, pero que se deja tentar por la mujer hermosa y apartada de razón, está jugando también el juego mortal. Logrará una breve y efímera satisfacción, pero será a cambio de la felicidad matrimonial ganada durante años, y será a cambio del respeto de hijos que tanto lo necesitan.
El que prueba un cigarrillo de marihuana, o una pizca de cocaína, o un trago de licor porque piensa que las posibilidades de enviciarse son mínimas puede terminar en la peor de las adicciones. Igual el que picotea, por aquí y por allá, con diversas religiones, o sectas o ritos extraños. Ese también está jugando a una ruleta rusa en la que pone en juego su propia alma eterna.
La vida es muy cara y la eternidad muy extensa para que destruyamos lo más importante que encierra: nuestra alma eterna. Vayamos a lo cierto, a Jesucristo, el Señor viviente. Sólo en Él hay absoluta seguridad.