Guy Ricks, de veintisiete años de edad, y su esposa Heidi, de veintitrés, formaban un matrimonio a la moderna. Tenían dos empleos que les proporcionaban un ingreso de cien mil dólares al año. Poseían un auto Mercedes Benz, último modelo. Y eran dueños de una casa muy hermosa, con cinco habitaciones y tres baños, ubicada en un barrio residencial y elegante de Palos Verdes, California.
Un día Guy y Heidi se subieron al auto y se fueron hasta el borde de un elevado risco. Todo parecía indicar que querían contemplar la puesta del sol en el Océano Pacífico. Estuvieron allí largo rato.
De pronto, Guy encendió el motor, pisó el acelerador y el auto se precipitó 115 metros abajo hacia las rocas de la costa. Guy murió en el acto. A Heidi tuvieron que llevarla, gravemente herida, para internarla en un hospital de la región.
En casos como éste no hay explicación aparente para que ocurra algo así. Guy y Heidi eran jóvenes y eran ricos. Poseían todos los bienes materiales que provee la sociedad moderna.
Tenían salud, juventud, buenos empleos y religión, esa religión ocasional que practican muchos. Contaban con amigos, parientes y progenitores. ¿Cómo, entonces, se deterioró su matrimonio hasta llegar a ese extremo, y por qué lo que comenzó con un romance en la universidad prosiguió con una boda espléndida y una luna de miel en Europa, y sin embargo terminó en intento de homicidio y suicidio, dejando a Guy muerto y a Heidi malherida? ¿Qué había en esa pareja además de todo lo que les favorecía?
Como en tantos otros matrimonios modernos, en el de Guy y Heidi había falta de comunicación, de comprensión y de cariño. Alguna vez se amaron, pero con amor fogoso, pasional y hormonal, el cual no conduce a largos años de felicidad matrimonial.
A esos jóvenes les faltó el cariño que se expresa con actos de bondad, y les faltó espíritu de tolerancia, de indulgencia y de perdón. Si no hay una disposición a perdonarse recíprocamente, cualquier matrimonio vive en peligro.
Por eso es importante repetir una vez más que sólo el señorío de Cristo en el hogar puede asegurar una felicidad conyugal completa y duradera. Para lograrlo es imprescindible que Cristo sea el Señor, el Dueño, el Amigo y el Consejero de la pareja. Sólo así se puede garantizar la felicidad matrimonial.