Fue el día más feliz para Zahi Yunahua, joven novia de la ciudad de Kaising, China. Fue el día en que recibió el anillo y los votos de amor de su flamante esposo, Hu. Llenos de felicidad, estuvieron en la fiesta, recibieron las felicitaciones y se fueron al hotel. Pero al día siguiente la delicada y tímida Zahi saltó hacia su muerte desde un alto risco.
Unos amigos del esposo habían puesto un micrófono oculto debajo de la cama de su cuarto, y no sólo habían grabado esos momentos íntimos y sagrados de la primera noche del nuevo matrimonio, sino que habían divulgado el secreto a mucha gente. La vergüenza fue superior a las fuerzas de la tímida Zahi, y la joven se suicidó.
Si hay en la vida algo íntimo, personalísimo, sagrado, son esos momentos en que marido y mujer gozan del amor conyugal. Es algo que debe guardarse como tesoro precioso, algo que debe ser recordado y conservado como algo exclusivo de los dos.
Ni la madre ni el padre, ni los hermanos más queridos, ni los amigos más preciados, deben enterarse de lo que es la intimidad del lecho de dos personas que se aman. Es algo que pertenece, pura y exclusivamente, a los esposos. El lecho conyugal es un templo sagrado, territorio de la pareja y nadie más.
Es que Dios, el diseñador del matrimonio, es también creador del pudor, de la dignidad, del recato y del rubor. Y estas cosas son la salvaguarda de la característica sagrada y sana del acto matrimonial.
Si marido y mujer saben conservar para ellos mismos la honra y la pureza del lecho conyugal, y hacen de ese lecho un altar espiritual, la felicidad matrimonial estará asegurada. Por algo dice la Biblia: «Tengan todos en alta estima el matrimonio y la fidelidad conyugal» (Hebreos 13:4).
Para el esposo, la esposa debe ser la persona más sagrada, después de Cristo. Y para la esposa, el esposo debe ser la persona más sagrada, después de Cristo. Si cada cónyuge pone empeño en cumplir ese ideal, el hogar será un nido de pureza, amor y lealtad.
Para asegurar el bienestar de nuestro matrimonio, sólo tenemos que invitar a nuestra vida conyugal, como huésped invisible, al Señor Jesucristo. Él le dará a nuestro matrimonio la dignidad, el pudor, y el puro y limpio recato que esa unión merece. Dios, el autor del matrimonio, traerá bendición y permanencia a nuestro hogar.