Se tendió boca abajo en el suelo. Llevaba un destornillador en la mano y debía recorrer sólo un metro de distancia. Se arrastró centímetro a centímetro. El aparato estaba allí —silencioso, amenazador, impasible— como víbora al acecho.
El aparato era una mina enterrada que Saban Saud, soldado Iraquí, tenía que desactivar. Tomó el destornillador y lentamente empezó a desarmar el seguro, pero antes de que terminara la operación, la bomba estalló y el soldado quedó despedazado.
Si hay un trabajo peligroso en todas las guerras, especialmente después del conflicto en sí, es el de desactivar las bombas y minas que no han estallado. Los soldados que desempeñan esa función se juegan la vida en cada operación. A veces ganan en su intento; a veces no.
Así como hay minas físicas enterradas en la tierra, hay minas espirituales enterradas en el seno del matrimonio. Y éstas también suelen aparentar estar quietas, impasibles, inofensivas; pero son igualmente destructivas.
Mientras todo va bien y las cosas transcurren en calma, estas bombas no hacen nada. Pero a la menor provocación, estallan. Son los pequeños enconos, los disgustos, los desencantos, la falta de respeto y los enojos que llegan a ser parte del matrimonio. Éstos se van acumulando y van formando una carga explosiva que un día explota, y el resultado es la destrucción total del matrimonio.
¿Se podrán desarmar estas minas? Una vez que se entrelazan en la relación matrimonial, es difícil. Pero si no se desarman, destruirán totalmente la unión. El problema es el egoísmo, el orgullo y la rebeldía, ya sea de uno u otro, o de los dos.
Sin embargo, hay muchas parejas que, estando en esa misma condición, han logrado desarmar tales minas. Muchos matrimonios han salvado su unión, y hoy, llenos de amor puro y fidelidad absoluta, disfrutan de un matrimonio feliz.
Esto ocurre cuando en vez de ser nosotros mismos el centro de interés, lo es Jesucristo. Cuando Cristo es nuestro dueño y Señor, algo cambia. Empezamos a ver a nuestro cónyuge a través de los ojos de Dios. Eso hace que nos aceptemos tal como somos. Permitamos que Cristo desarme esa bomba. Él quiere y puede hacerlo.