La fiesta estaba en lo mejor. La consola irradiaba la estridente música que es la delicia de la juventud. Las parejas se entrelazaban o se separaban al ritmo insinuante de las guitarras eléctricas. Los que no bailaban, conversaban juntos en las alfombras o en los divanes. El ambiente se saturaba de humo de cigarrillos y, conforme iban cayendo las sombras de la noche, la fiesta se hacía más y más un entremezclar de cuerpos, cabellos y brazos.
Se trataba de una «fiesta de cerveza», como las llaman los jóvenes estudiantes universitarios. De pronto una de las muchachas asistentes, una joven de apenas dieciocho años, madre de un bebé de seis meses, manifestó deseos de irse. Uno de los jóvenes, despechado por lo que creía ser un desprecio, la siguió hasta la calle, la asaltó por la espalda y ajustó un cinturón a su garganta.
La joven murió estrangulada. Luego el joven, enloquecido por los vapores del alcohol, tatuó dos figuras en su propio cuerpo, la letra «W» y la forma de un corazón. La policía lo halló junto al cadáver, todavía casi sin saber lo que había ocurrido.
A la tal aglomeración de personas la llaman fiesta, y esa «fiesta de cerveza» a la que concurrieron aquellos jóvenes universitarios se parece a muchas otras que se realizan en todas partes del mundo por toda clase de personas. Así tenemos las fiestas de whiskey, de champán, de pisco, de vodka, de vino tinto, de caña y de tequila.
Son fiestas de alcohol en las que el joven moderno, el hombre moderno, la mujer moderna, ahogan su desencanto de la vida, su hastío de placeres y su falta de un sentido verdadero de felicidad. Lo que importa no es el nombre de la bebida que le da nombre a la fiesta, sino que siempre es la misma desilusión, el mismo desengaño, el mismo camino equivocado.
Sólo Cristo puede satisfacer el alma humana de tal modo que no necesita ni alcohol, ni droga ni orgía carnal alguna. Si clamamos a Cristo, Él satisfará totalmente nuestro ser.