La fiesta juvenil estaba ruidosa. Ruidosa por la mucha risa. Ruidosa por el efecto que surtían el alcohol, tanto tequila como cerveza. Ruidosa por el rock fuerte, rock metálico, que retumbaba en el ambiente. Y ruidosa por las niñas, niñas alegres, niñas sin conciencia ni pudor, que añadían su risa a la de los demás en la fiesta.
A las tres de la mañana tres jóvenes —Ricardo Dellavechia de veinte años de edad, Mateo Champy de veintiuno y Miguel Cook de veintitrés— decidieron reírse más todavía. Miguel tenía la llave del hospital donde trabajaba, así que a esa hora fueron a sacar dos tanques de óxido nitroso, llamado «el gas de la risa».
En la cabina de un camión llenaron globos con el gas y lo inhalaron. Ese gas produce cierta euforia nerviosa, parecida a la hilaridad. De ahí viene el nombre «gas de la risa». Pero para los tres jóvenes era más que risa. Perdieron todo control, y de la risa del gas pasaron a la risa de la muerte. Fueron hallados, temprano en la mañana siguiente, muertos, cada uno con un globo en la mano y la mueca de la risa final en el rostro.
¿Por qué tuvieron estos jóvenes que perder su vida en forma tan innecesaria? No eran drogadictos. Tampoco eran jóvenes malos. ¿Qué fue, entonces, lo que pasó?
Sucedió que en su insensatez, en la euforia de la fiesta y con los efectos del alcohol, echaron por la borda todo juicio. No midieron consecuencias, y abrieron un tanque de óxido nitroso en una estrecha cabina sin ventilación. No podía menos que terminar todo en desastre. Bien lo dice el apóstol Pablo: «Cada uno cosecha lo que siembra» (Gálatas 6:7).
¿Por qué será que nos es tan difícil comprender la gran verdad de la ley de la cosecha? Es una inviolable regla de la vida. Nadie es tan importante como para no tener que ceñirse a ella, y nadie puede, burlándose o haciendo caso omiso de ella, eludir sus consecuencias. La ley es clara. Todo lo que sembramos, eso también cosechamos.
Siendo que es una regla que afecta a todos y que nadie puede eludir, si queremos evitar nuestra propia destrucción debemos encontrar la forma de someternos a ella. La buena noticia es que hay una manera segura de hacerlo: sometiéndonos al señorío de Cristo en nuestra vida.
Cuando Cristo es, de veras, nuestro Señor y Dueño, Él nos ayuda a vivir dentro de los márgenes de la ley de la cosecha. Hagamos, pues, de Cristo, el Señor de nuestra vida.