19 oct 2006

La senda nueva de los Huaorani

por Carlos Rey

A fines de 1996, un grupo de treinta y cuatro universitarios del estado de Washington en los Estados Unidos se internó en la selva amazónica del Ecuador donde los estaban esperando los Huaorani, conocidos también como los aucas. Éstos, por medio de su embajador extraoficial Esteban Saint, los habían invitado a que fueran a verlos para conocer su modo de vivir.

Esteban mismo los acompañó hasta el fin del camino, y luego se los entregó a tres de los Huaorani para que les sirvieran de guías en plena selva. Antes de volver a encontrarse con Esteban, de quien dependían como intérprete, caminaron en un solo día trece horas continuas por un sendero marcado con señales que los indígenas reconocían. El día siguiente abordaron canoas río abajo hasta llegar a un campamento selvático. Para entonces ya habían pasado tres días y medio de andar juntos.

A la puesta del sol estaban sentados a la orilla del río. La luna apenas comenzaba a asomarse sobre las copas de los árboles. Una de las jóvenes le dijo a Esteban:

—Todo lo que hemos leído acerca de los Huaorani es que son una tribu extremadamente violenta. ¿Será que éstos que nos acompañan son parientes lejanos de aquéllos?

—No, son estos mismos —le contestó Esteban—. ¿Por qué no le preguntas a uno de ellos dónde está su padre a ver qué te dice?

La incrédula joven escogió a una de las mujeres de la tribu, y ésta, valiéndose de Esteban como intérprete, contestó que hacía mucho tiempo que su padre había muerto atravesado con una lanza.

Acto seguido, una de las indígenas más apacibles señaló a un hombre al otro lado del círculo, y declaró:

—Él mató a mi padre, a mi madre, a mi hermano mayor, y a otros más de mi familia.

Por si eso fuera poco, Daua apuntó a Quimo, que estaba enfrente de ella, y reveló:

—Él mató a mi padre y a mi madre, y a mis dos hermanos mayores. A mi mamá la atravesó con una lanza mientras ella amamantaba a mi hermanita en una hamaca.

¡Y siguió mencionando a otros hasta completar diecisiete miembros de su familia a los que él había matado!

—¿Cómo es posible que ahora viva en paz con un hombre que mató a toda su familia? —inquirieron los jóvenes, pasmados.

Finalmente Esteban tomó del brazo al mismo indígena, el que se llamaba Quimo, y anunció:

—¡Él también mató a mi padre!

Una de las jóvenes, alarmada, preguntó:

—Señor Saint, ¿acaso no corremos peligro aquí?

A fin de tranquilizarla, Esteban le dijo a Daua:

—Esta joven quiere saber si después de dormirse, seguirá con vida.

Daua y los demás Huaorani se rieron a carcajadas, y por fin Daua se puso seria y respondió:

—Si nosotros no anduviéramos en el sendero de Dios, no volverías a despertar después de dormirte.

Y añadió:

—Ahora vivimos felizmente al andar en el sendero de Dios.

—¿Cómo es que ahora vives felizmente y con paz, cuando antes vivías tan mal? —le preguntó Esteban.

Durante las dos horas siguientes aquella analfabeta les echó un discurso a esos universitarios sobre el poder transformador de Dios. Al terminar, los miró como si fuera la abuela de cada uno, y les dijo:

—Escúchenme bien. En esta vida hay muchas sendas, pero hay una sola en la que Dios ha dejado marcadas las señales que conducen a su hogar. Si ustedes salen de aquí sin seguir la senda de Dios, jamás nos volveremos a ver; pero si viven como deben y siguen esa senda, entonces estaremos juntos con Dios algún día. 1


1 Grabación en casete de Esteban Saint, orador en la Trigésima Reunión Plenaria de los Socios del Instituto Lingüístico de Verano, Lancaster, PA, EE.UU., 14 junio 1997.
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