Bruce Bryan, del estado de Misuri, Estados Unidos, nunca se llevó bien con sus padres. Aun de pequeño los desobedecía con frecuencia. Ni siquiera terminó sus estudios primarios, y a una muy temprana edad se fue de su casa.
Los padres, ciertamente, regían con disciplina, pero amaban a su hijo. Deseaban lo mejor para él. Pero Bruce siguió el camino de los jóvenes irresponsables y se convirtió él mismo en un bebedor empedernido.
Un día el cartero le entregó a Bruce una carta enviada por el abogado de sus padres. La carta era un testamento. Sus padres habían fallecido. Ahora Bruce, que nunca había tenido un centavo en sus manos, era de repente dueño de la casa de sus padres, y sostenía además entre sus dedos un cheque por 900 mil dólares.
Lo primero que hizo fue beberse treinta y cuatro latas de cerveza, su ocupación favorita. Después compró una cabaña en las montañas Ozark del estado de Misuri, y en cuanto pudo fue a la cabaña a darse una orgía solitaria de cerveza.
Lo hallaron varios días después, muerto de intoxicación alcohólica aguda. Así como había desperdiciado la disciplina y el amor de sus padres, desperdició también la herencia que le habían legado. «De nada le sirvió la fortuna —comentó el abogado—. Hacía veinte años que Bryan era un alcohólico perdido.»
No es probable que la mayoría de nosotros lleguemos a ser dueños de 900 mil dólares. Pero el peor desperdicio posible no es el de una fortuna. Los bienes materiales vienen y van como el vapor del rocío matutino. El desperdicio más grande del que podemos ser culpables es el de nuestra vida.
Hagamos un inventario. ¿Cómo pasamos las 24 horas del día? ¿Qué es lo que más ocupa nuestro tiempo? ¿En qué invertimos nuestra inteligencia, nuestra visión, nuestras fuerzas, nuestras ambiciones? Para la edad que ahora tenemos cada uno, ¿cuáles han sido nuestros logros?
¿Y qué de nuestra vida espiritual? Somos cuerpo y espíritu. El cuerpo se relaciona con todo lo de esta vida. El espíritu se relaciona con la dimensión eterna. Podemos atender a lo uno sin hacer caso de lo otro. Pero sólo somos personas enteras cuando las dos partes crecen por igual. ¿Está creciendo nuestra alma a la par de nuestros logros materiales y sociales?
En cuanto a la vida humana, invirtámosla en el bien de los demás, sirviendo al mundo con integridad y justicia. En lo que toca a la vida espiritual, hagámonos amigos de Jesucristo coronándolo Rey de nuestra vida. Así estaremos invirtiendo bien la herencia de esta vida que Dios nos ha legado.