«El demonio de la velocidad»

5 ago 2008

Su nombre: Silesia Gethers. Su historia: una loca aventura.

Silesia viajaba en su Volkswagen, modelo 1986, comprado de segunda mano. La autopista 95 la llevaba desde Miami, Florida, hasta la frontera con Canadá. Se detuvo por una hora para almorzar en un restaurante de la ruta, y luego subió de nuevo a su auto para seguir el viaje.

De pronto, el auto comenzó a correr desaforadamente: ciento veinte kilómetros por hora, ciento treinta, ciento cincuenta, ciento setenta y cinco.

La joven, de veintiún años de edad, estudiante de enfermería, pasó horas de horror. El auto no respondía a ningún pedal, ni de freno ni de aceleración.

Finalmente habló, frenéticamente, por su teléfono móvil, a cuantos policías de caminos encontró, pero sólo podían seguirla de cerca sin hacer otra cosa. Así corrió unos doscientos kilómetros hasta que se le acabó el combustible.

Cuando por fin el auto quedó inmóvil y Silesia se vio libre de su odisea, sólo podía decir: «Gracias a Dios. ¡Esto parecía el demonio de la velocidad!»

Se halló que el vehículo tenía un defecto mecánico, pero la frase de Silesia quedó flotando en el aire: «¡Esto parecía el demonio de la velocidad!»

La velocidad parece ser ya una fiebre universal. Desde los autos que corren a trescientos cincuenta kilómetros por hora, los aviones supersónicos y los viajes espaciales, hasta las comunicaciones inalámbricas, una fiebre de velocidad ha invadido a la humanidad. Y esa locura no es sólo de velocidad física; es también de velocidad temperamental. Quiere hacerlo todo en un instante.

Las comidas tienen que ser rápidas, y las visitas familiares, «visitas de médico». Los enamoramientos son instantáneos, y los jóvenes tienen relaciones sexuales aun antes de tener relaciones humanas. ¡Algunos ni se saben el nombre! Nadie tiene ya paciencia para esperar. Hay una premura interior para consumir la vida a toda carrera.

En la actualidad, el hombre ha perdido el arte de la quietud, del reposo, de la contemplación, del descanso. Su vida es un chisporroteo que se consume a toda carrera. Y así, a esa velocidad, llega el día de su muerte sin que haya pensado ni una sola vez en su destino eterno.

Es hora de que apartemos tiempo para pensar en Dios. Las palabras de Cristo vienen al caso: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mateo 11:28). Librémonos de esa fiebre de la velocidad y pensemos en nuestra alma. Aceptemos hoy mismo la oferta del Señor. ¡Mañana puede ser muy tarde!

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