La mano se armó de un cuchillo, un filoso cuchillo de cocina. Y la mano con el cuchillo cayó sin misericordia sobre los cuerpos de tres niños: una niña de nueve años, un niño de ocho, y otro de dos. Los tres niños murieron.
La mano de otra persona puso en marcha un auto y lo enfiló hacia las aguas de una laguna. En el auto había dos criaturitas: una de cuatro años y otra de dieciocho meses. Las dos murieron ahogadas.
Una tercera mano se armó de un palo y castigó brutalmente a una niña de nueve años de edad. Esta, también, murió bajo los golpes despiadados.
Una cuarta mano tomó a un bebé recién nacido y lo tiró, fríamente, a la basura. Cuando lo hallaron, ya había muerto.
Estas cuatro manos asesinas eran las de Dora Buenrostro, Susan Smith, Paulina Lize y Alejandra López, todas ellas madres de sus propios hijos asesinados, madres que perpetraron los siniestros.
Estos cuatro casos de madres que matan a sus hijos ocurrieron en un lapso de treinta días, y el asombro y espanto que causaron fue sin igual. Psicólogos y clérigos, educadores y científicos, jueces y policías, todos se preguntaron lo mismo: ¿Por qué? No había una respuesta lógica.
Es inconcebible que madres jóvenes, sanas, normales, con suficientes medios de vida y aparente tranquilidad, mataran a sus propios hijos. ¿Señal de los tiempos? ¿Locura general que está comenzando? ¿Rabia concentrada? ¿Problemas familiares? Quizá se deba a esto último. Lo cierto es que estas cuatro mujeres tenían problemas suscitados por el divorcio.
Los problemas matrimoniales son causa de intensa depresión, de arrebatos de ira, de deseos de venganza y de furia descontrolada. Todo eso se junta en una sola cabeza, y tal como el volcán, crece pronto y estalla.
La ira que yace en el fondo del corazón humano es como el tigre, que ahorra fuerzas en silencio para el momento del salto. Cuando esa ira salta, se vuelve ciega, irrazonable, violenta y destructiva.
¿Habrá quien pueda calmar la ira en el corazón ofendido? Sí, lo hay. Cristo calma el corazón abatido. Si estas cuatro madres hubieran permitido que Cristo entrara en su vida, estos saltos de rabia no habrían ocurrido.
Permitamos que Cristo sea nuestro Señor y Dueño. Él calmará esa furia destructiva. Busquemos el sendero de paz y armonía. Cristo es ese sendero. Él es armonía.