Al principio fue una advertencia silenciosa. La camarera señaló con el dedo un cartel que decía: «NO FUMAR». Pero la mujer siguió fumando. Después ya fue una advertencia de palabra: «Le ruego, señora, que no fume aquí. Si quiere fumar, hay otra sección del restaurante para eso.» Pero la mujer siguió fumando.
Entonces, ante las quejas de varios clientes, vino una orden: «Si no puede dejar de fumar, abandone el restaurante.» La mujer salió enfurecida, y volvió a la hora, armada de un revólver. Fue así como Dafne Luster, de veintidós años de edad y madre de cinco niños, mató a Rochelle Hudson, la mesera que se había quejado del cigarrillo. En una espiral de humo se esfumó una vida, y otra fue a dar a la cárcel por veinticinco años.
Hay sucesos en la vida que prácticamente nos obligan a hacer una reflexión. He aquí una mujer joven, de sólo veintidós años, madre ya de cinco hijos, apasionada fumadora, que se enfurece porque en un restaurante le piden que no fume en la sección reservada para no fumadores. La ira y la frustración la trastornan, y no halla más escape para su furia que matar de un tiro a la mujer que se ha quejado.
Hay personas que se creen muy libres por haber derribado barreras morales y ataduras religiosas. Se jactan de su libertad, se pavonean de su independencia y hacen alarde de su individualismo. Pero están atadas a vicios y pasiones mil veces más fuertes que los valores de los cuales dicen estar libres.
En las décadas de 1960 y 1970 se desarrolló mundialmente ese sentimiento de «libertad». Sobre todo los jóvenes, saltando las vallas de la familia, de la iglesia, de la escuela y de la ley, reclamaron libertad. Y en efecto, se independizaron de todo valor moral.
Sin embargo, en su supuesta libertad fueron presa de las drogas y del alcohol, y en lugar de libertad, ganaron sólo más servidumbre y esclavitud. En su libertad imaginaria gustaron el amor libre hasta saciarse, y el resultado fue la depravación moral junto con su secuela inevitable y mortal, el SIDA.
Es que la libertad sin valores, sin normas morales, sin pautas espirituales, sin límites religiosos, no es libertad; es libertinaje. Y el libertinaje es una esclavitud más exigente que las leyes morales más estrictas.
Sólo Jesucristo ofrece verdadera libertad. Sólo Él quita la opresión. Sólo Él da libertad de las pasiones, de los vicios, de los odios y del pecado. Sólo Él nos libra de toda atadura y esclavitud. Si de veras queremos ser libres, sometámonos al señorío de Cristo. Esa es la única manera de ser verdaderamente libres.