El desfile por las calles de Boston, Massachusetts, seguía alegre, vibrante, feliz. Eran más de dos mil jóvenes, la mayoría hispanos, que iban cantando cánticos cristianos y testificando a viva voz a los transeúntes que los miraban entre serios y sonrientes. Era un momento de victoria para ese grupo de jóvenes convencidos de su fe.
El Reverendo Estanislao González, pastor de una de las iglesias que participaban en el evento, venía detrás del desfile. Traía su camioneta llena de feligreses, y cuando quiso frenar, los frenos no le respondieron. Ante el horror de todos los espectadores, atropelló la columna de fieles por el medio, dejando el tendal de muertos y heridos por el suelo.
«Me fue imposible frenar —declaró el consternado pastor a las autoridades—. Cuando hundí el pedal, los frenos no respondieron.»
Miles de accidentes automovilísticos ocurren en calles y carreteras por una falla en los frenos. Y no se trata sólo de automóviles. Algunas veces a los aviones les fallan los frenos en el aterrizaje, provocando catástrofes. Así como es necesario el motor en un vehículo para darle impulso hacia adelante, también son muy importantes los frenos para detener el vehículo en momentos de crisis.
Cuando el motor falla y el automóvil no arranca, lo único que hay que hacer es llamar un taxi o tomar el autobús. Pero cuando fallan los frenos, puede ocurrir un choque catastrófico o un vuelco fatal.
En la misma semana del accidente de Boston, un autobús con cuarenta ancianos se accidentó en España, en el que murieron dieciocho personas. Otro hombre en ciudad de México, por fallarle los frenos, atropelló a varios en una feria callejera y mató a siete personas. ¿La causa? La misma: falla en los frenos.
Cada uno de nosotros tiene un motor y tiene un freno. El motor es la voluntad; el freno es la conciencia. Si nos falla el motor, la voluntad, nos volvemos como muertos en vida. Somos pusilánimes, temerosos, tímidos, y estamos vencidos. Si nos falla el freno, la conciencia, y nuestra voluntad corre sin frenos, cometemos locuras.
Vivamos con un buen motor, la voluntad de progresar en la vida, y con un buen freno, una conciencia moral para gobernar nuestras acciones. Así tendremos el triunfo asegurado. Cristo nos ofrece ese motor y ese freno. Entreguémosle nuestra vida. Él nos hará victoriosos.