El auto era un Corvette último modelo, un auto deportivo de lujo. La calle era una de las grandes avenidas de Miami, Florida. El conductor era Francisco del Rey, un joven de quince años de edad. La velocidad del Corvette: 160 kilómetros por hora.
En una intersección, el Corvette chocó con un Chevette, modesto modelo de la Chevrolet. El Chevette se partió en dos, y los tres jóvenes que lo ocupaban murieron en el acto. Los ocupantes del Corvette, Francisco del Rey y su amiga, también de quince años, salieron ilesos. Y la policía, los jueces y la prensa de Miami se preguntaron en coro: ¿A quién hemos de echarle la culpa?
Si bien fórmulas químicas de explosivos militares no se conocen por ser fórmulas secretas, la fórmula de accidentes como éste sí se conoce.
Tomemos un auto deportivo de carrera capaz de desenvolverse a 200 kilómetros por hora. Pongamos al volante un mozalbete que recién empieza a manejar. Agreguemos algunas cervezas y unos cigarrillos de marihuana. Ahora coloquemos en el asiento junto al joven una atractiva quinceañera que le dice al chofer: «¡Corre, corre!» Ahí tenemos la fórmula de un accidente fatal.
Es extraño que tengamos que preguntarnos: ¿Quién tiene la culpa? Comencemos con un hogar que, posiblemente, carece de disciplina. Añadamos insensatez del conductor sin experiencia. Y cuando le sumamos al proceso una adolescente que se abraza al chofer, diciéndole: «Más, más», esa es toda la fórmula que necesitamos.
Sin embargo, accidentes como éste son signos de la época en que vivimos. Todo lo queremos en el momento, quizá porque presentimos que a la humanidad le queda poco tiempo y deseamos que ese instante sea de placer, de orgía. Aunque algo dentro de nosotros nos dice que esta vida no es el todo, que hay un juicio venidero y un Juez eterno a quien tendremos que rendir cuentas, creemos que sorbiendo rápidamente el trago de la vida eliminaremos el juicio final.
No obstante, la ley de la cosecha se aplica no sólo a la duración de esta vida, sino que se alarga hasta la eternidad. Todos tendremos que comparecer ante el gran trono blanco del juicio eterno de Dios. Más vale que no nos extrañe que la vida nos imponga, ahora y en la eternidad, las consecuencias de nuestros hechos.
Rindamos nuestro corazón a Cristo para que podamos vivir en paz. Busquemos a Dios en humilde arrepentimiento. Jesucristo, que se dio por nosotros en la cruz, sólo espera que lo invitemos a ser nuestro Salvador.