Las palabras se oían con claridad, serenas y dramáticas: «No puedo ver nada.» Los hombres las escucharon vez tras vez, callados, serios, cargados de pesadumbre. La cinta seguía corriendo y corriendo. Pero ninguna palabra más podía oírse. Sólo aquellas que encerraban toda una tragedia: «No puedo ver nada.»
Eran las últimas palabras que había grabado el piloto del Boeing 747 de Iberia, que había chocado con el avión de Avianca en el aeropuerto Barajas de Madrid. La densa niebla, y el deficiente sistema de luces de la pista, habían provocado la tremenda desgracia en la que murieron 196 personas.
«No puedo ver nada.» En su sencillez y brevedad, estas palabras siempre denotan un problema en ciernes o una desgracia que se precipita. No poder ver nada, cuando uno más necesita de una clara y buena visión, es preludio de muerte.
Supongamos que uno corre por un camino de montaña, con precipicios a los lados. De pronto lo envuelve una densa niebla. Si no puede ver nada, el peligro de muerte está en cada vuelta del camino.
Supongamos que uno está dentro de su casa y ocurre un temblor. Las luces se apagan, las paredes se quiebran, las vigas del techo comienzan a caer. Uno busca desesperado el cuarto de los niños. Los oye llorar, pero no puede ver nada, y tropieza con sillas, muebles y escombros. No poder ver nada en esos momentos es horrible.
Supongamos que uno está metido dentro de un grave problema moral. Alguien le ha traído un chisme infame sobre su esposa o sobre su esposo. La duda ha cundido en el corazón. Su alma se debate en la incertidumbre. ¿Será cierto? ¿No será cierto? Uno se toma la cabeza y dice: «No puedo ver nada.»
O supongamos que uno ya está en su lecho de muerte. Ve acercarse el fin, y se da cuenta de que nunca arregló su vida con Dios y no sabe a dónde va. «No puedo ver nada», dice amargamente. Se da cuenta de que en la vida adquirió conocimientos y educación, hizo una carrera, tuvo una familia, y acumuló dinero y prestigio. Pero frente al más allá, «no puede ver nada».
Jesucristo es la luz del mundo. Él dijo: «El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8:12).