En la época de las insurrecciones de las Comunidades de Castilla, había en el pueblo de Ávila un sacerdote de origen vasco, fiel partidario y acérrimo defensor de Juan de Padilla, que era el cabecilla de la revuelta. Día tras día el clérigo señalaba desde el púlpito a aquel jefe político como «verdadero rey de Castilla, y no el tirano que ahora nos gobierna». No dejó de hacerlo hasta que el líder mismo, Juan de Padilla en persona, se presentó con sus tropas en la infeliz parroquia del susodicho representante de Dios. Pues bien, sucedió lo que tenía que suceder: siguiendo la costumbre de los tiempos de guerra, don Juan agotó las provisiones del sacerdote a fin de satisfacer las necesidades de sus hombres.
Tan pronto como los revoltosos se marcharon del pueblo, el eclesiástico subió de nuevo a su plataforma y se dirigió a sus feligreses, pero ahora con la «versión revisada» del mensaje: «Ya sabéis, hermanos, cómo pasó por aquí Juan de Padilla y cómo sus soldados no me dejaron gallina viva, ni tocino en estaca, ni tinaja sana. Dígolo porque de aquí en adelante no roguéis a Dios por él, y sí por el Rey Don Carlos y por la reina Doña Juana, únicos reyes verdaderos, y dad al diablo con esos otros reyes toledanos.» De ahí que surgiera de labios del pueblo castellano el dicho: «¡Quién te ha visto y quién te ve!»
Quien primero relató esta simpática anécdota es el que fuera cronista real y obispo de Mondoñedo, fray Antonio de Guevara, que murió en 1545. Pero fue el sabio pueblo castellano el que acuñó esta frase proverbial que se aplica a la conducta del clérigo inconstante. En la actualidad el dicho denota el pesar que produce ver a una persona que en el pasado fue vigorosa, contenta, saludable o acomodada y ahora está endeble, melancólica, doliente o necesitada. Pero la historia detrás de la expresión «¡Quién te ha visto y quién te ve!» ilustra que se emplea también para considerar lo volubles e inconstantes que son nuestros sentimientos, sobre todo cuando en ellos influye nuestro egoísmo.1
El que alguien defienda nuestra causa cuando nosotros estamos defendiendo la suya no es nada excepcional. Esto lo hace Dios particularmente en los salmos, que están repletos de sus promesas para los que le temen.2 En cambio, el que Dios, a diferencia de algunos de sus llamados representantes en la tierra, sea partidario nuestro cuando nosotros todavía no lo somos de Él, sí es extraordinario.3 Lo cierto es que su amor es constante, hagamos lo que hagamos. De ahí el estribillo de los salmos, que dice: «Den gracias al Señor, porque Él es bueno; ¡su gran amor perdura para siempre!»4
1 | Gregorio Doval, Del hecho al dicho (Madrid: Ediciones del Prado, 1995), p. 52. |
2 | Sal 31:19; 33:18; 34:7‑9; 85:9; 103:11‑13,17; 111:5; 115:13; 128:1‑4; 145:19; 147:11 |
3 | Ro 5:8 |
4 | Sal 106:1; 107:1; 118:1; 118:29; 136:1 |