«Fue Dios quien nos unió», manifestó Thomas. Los jóvenes esposos se amaban profundamente. Y aún mayor fue el arrobamiento cuando se supo que una criaturita venía en camino. Pero algo no andaba bien. La joven mujer murió al dar a luz, y al día siguiente el bebé que había nacido siguió a su madre por el camino hacia las estrellas. Fue la primera gran tragedia de varias en su vida.
A los pocos días se sentó al piano y compuso una canción. Le puso por título: «Toma mi mano, precioso Señor». Así comenzó la carrera musical de Thomas Dorsey, hombre de raza negra de los Estados Unidos. Escribió canciones espirituales hasta que murió a los noventa y tres años de edad. Ese primer himno, nacido del dolor, se tradujo a cincuenta idiomas.
Fue larga la vida de Thomas Dorsey, hijo de un pastor protestante del estado de Georgia. Con su increíble talento musical tocó el piano en clubes nocturnos en orquestas de jazz hasta los veintiséis años. A esa edad tuvo una transformación espiritual y se dedicó, desde ahí en adelante, a componer himnos y cantos espirituales. Compuso más de mil.
Muchos de sus himnos se cantan todavía en las iglesias y figuran en muchos himnarios. Pero el favorito de todos fue el primero que compuso, aquel titulado: «Toma mi mano, precioso Señor».
¿Qué es lo que uno está diciendo cuando canta: «Toma mi mano, precioso Señor»? ¿Tendrá algún valor una petición así? ¿Escuchará Dios el clamor desesperado de sus hijos? ¿Valdrá la pena pedir de Dios su ayuda?
La respuesta, muy firme y categórica, es: sí. Muchas veces, en el transcurso de sus noventa y tres años, Dorsey levantó su mano al cielo en busca de consuelo. Y por su continua dedicación a Dios, durante tantos años, siempre halló la mano cálida y amistosa de Cristo dispuesta a estrechar la suya.
¿Necesitamos hoy una mano amistosa? Quizá nuestro matrimonio esté en problemas. Tal vez algún hijo nos esté haciendo la vida imposible. O quizá nos hayan comunicado que tenemos una enfermedad mortal. ¿Qué podemos hacer? Lo que hizo Thomas Dorsey: levantar la mano al cielo y pedir: «Toma mi mano, precioso Señor.»
De hacerlo así, esa mano divina que los clavos horadaron en la cruz tomará la nuestra. Cristo nunca deja de respondernos, nunca nos niega su mano, nunca ignora nuestro clamor. ¿Queremos estrechar esa bendita mano? Él sólo espera que le extendamos la nuestra.